Sexta Fórmula

Veneno – cuento de Yadir Gómez

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Descubrí el veneno a través de un cliente. El tipo era uno de esos enfermitos que se enteraba de todo navegando por internet, y que a menudo hablaba de cosas raras. Solo hizo falta convencerlo. Así conseguí este veneno incoloro que induce al sueño y no genera convulsiones, y que el mismo enfermito del que hablo costeó sin saber.

Lo llamaban «Calipso». Lo encontramos en un sitio web de fachada donde vendían «aceites relajantes y lociones para el cuerpo». Nadie podría encontrarlo tan fácil; tuvimos que pagar por la información. Después de mandar un correo desde una cuenta falsa, me contactaron.

El veneno fue vertido en una muestra gratuita de perfume cítrico. No sé la cantidad exacta, pero el anónimo me aseguró que era suficiente para acabar con la víctima en una hora. Cuando dijo «víctima», su mirada criminal me contagió, y pensé: Claro, seré una asesina, porque, después de todo, iba a matar a un ser humano, aunque ese ser humano fuera yo.

Bebí el veneno en el baño público del Parque del Amor. Irónico, ¿verdad? Ahí donde todas las parejas se juran amor, me comprometí con la muerte. Fue un trago corto y amargo que bebí mientras me esperabas de espaldas al sol, concentrado en el celular, sonriéndole.

De regreso, me pediste que te besara. Me negué a darte mis labios envenenados. Tuve que inventar un escorbuto y advertirte sobre la gente. De todas maneras insististe, como siempre lo hacías, hasta que no tuve otra opción que ceder. Pero esta vez, no abrí la boca.

Al separarnos preguntaste por qué estaban tan amargos mis labios. Es el veneno, amor, quise responder para que me dijeras que soy la peor bromista del mundo, para que me rogaras que nunca más te diera un beso así. Pero mis labios no se abrieron.

Caminamos por el malecón. El plan era sencillo: ver el crepúsculo y apoyar la cabeza en tu hombro. Soñar que nadábamos desnudos al fondo del mar, en medio de la nada. Así lo convenimos muchas veces entre jadeos mientras hacíamos el amor, y por primera vez, estábamos a la luz de la tarde.

Parecía imposible encajar en esa pintura cotidiana, donde las parejas paseaban bebés y perros, y se tomaban de la mano, mientras estabas tan distante, con esos lentes de sol y esa capucha, que dudé que fueras tú quien me acompañaba. Quizás eras otro y nunca lo supe.

Sin darme cuenta, nos separamos del camino. Me llevaste entre los arbustos y me abrazaste por la espalda. Desde el acantilado, vimos el sol a punto de caer. Oliste el perfume de mis rizos, sentí tu respiración y la piel se crispó.

Los besos en el cuello se precipitaban tanto como tu erección. Traté de escapar, lo juro, pero te empeñaste en seducirme, y yo luché contra el estremecimiento de mi carne. En medio de todo, un maldito gemido se liberó, y fue suficiente para que me arrastraras, de nuevo, a la oscuridad.

Le indicaste al taxista a dónde ir. Te dije que esa no era la dirección correcta. Dijiste que conocías un lugar cercano. Me besaste sin importar que el taxista nos espiara por el retrovisor. Cerré los ojos sin contestar a ninguna de tus caricias, incluso a esa que se abría paso entre mis muslos.

El «Calipso» debía inmunizarme. Ya nada debía dolerme una vez envenenada, pero el que le indicaras la ruta al chofer, me devastó. No dejé de imaginarte hurgando entre las faldas de otras, haciéndoles el amor en la misma cama, mirando los mismos atardeceres. Y maldije que el collar que me regalaste no fuera lo bastante resistente para ahorcarme, y te odié en vano porque no me tiré del taxi cuando pude, ni me negué a entrar a ese hostal, donde entregaste mis documentos porque nunca podías dejar los tuyos.

 Entramos a la habitación, y con nosotros, entró la noche.

Me desvestiste rápido y en el proceso fuiste tosco, y me entristeció tu torpeza. Nunca te lo dije, pero odiaba que me tocaras así. Volvías a ser uno más entre tantos. Ni siquiera besaste mi boca, preferiste mis pechos: ¿cómo se puede estar tan cerca del corazón, sin tocarlo?

Fue mejor que no encendieras la luz, porque no era sudor lo que empapaba mi rostro, ni jadeos los que te excitaban: el dolor y el placer son tan semejantes. Y por una vez quise que olvidaras el preservativo y, por esa vez, deseé que nuestra historia tuviera nombre. Pero no pude pronunciar palabra: ocupabas mi cuerpo, y yo me mantenía ajena.

Arremetiste con furia, una y otra vez. Gemí fuerte para hacerte feliz, aunque mis nervios se destrozaban. Y mis brazos se sujetaron a tu cintura para no caer. Y cerré los ojos en medio de tanta oscuridad. Y supe que estabas a punto de alejarte. Y gemí mucho más fuerte, amor, gemí para que no me soltaras, y fue en vano. Al final, resbalé.

Te tumbaste en la cama y mi cuerpo tiritó. Supusiste que tenía frío y me abrigaste con las sábanas. Qué tierno de tu parte cubrir mi desnudez. Deseé que esa dulzura no se interrumpiera jamás, pero recordaste el preservativo.

En el baño, tomaste una ducha. Te refregaste con agua evitando mojar tu pelo. Nunca usabas jabón: evitabas ese perfume. Te inspeccionaste frente al espejo, respiraste profundo y le sonreíste a ese que eras tú sin capucha ni lentes.

Al regresar, el cuarto estaba más oscuro. Yo seguía ahí, en la misma posición. Te vestiste tratando de no hacer bulla y te acercaste a besarme la frente. Debió ser un beso frío. Antes de despedirte, dejaste un billete del mismo monto que el «Calipso», sobre la mesa de noche, y cerraste la puerta muy despacio.

Volviste a la oficina; no había nadie. Te cambiaste la ropa interior, ocultaste los lentes y la capucha. Sacaste el carro y manejaste rumbo a casa con la música al tope. Te sonreíste por el retrovisor y botaste la trusa sucia en el camino.

En el departamento, te bañaste. Usaste abundante jabón y champú; algo de colonia también. Llevaste la laptop al dormitorio para trabajar los pendientes de la tarde. Te reclamó que la cama era para descansar. Y para hacer el amor, ¿cierto?, pero ella no lo recordaba. «Trabajo acumulado, amor», te excusaste. No pasabas tiempo con ellos. «El fin de semana salimos. Ustedes escojan a dónde». Siempre era igual: «Lo juro, amor», y sonreías. Y la miraste a los ojos, a ella sí, y sellaron el trato con un beso.

Al terminar el trabajo, apagaste la luz, le diste las buenas noches y te acostaste dándole la espalda. No necesitaste más: estabas satisfecho, tranquilo, feliz. Sonreíste, como siempre, y con esa sonrisa te dormiste. No tuviste sueños.

Y yo esperé hasta que esos hombres te recordaron, que las sábanas sucias de los hostales se cambian cada mañana, y que ese cuerpo era tuyo, y que no había forma de negarlo. Y ahora soy yo quien te visita en ese hoyo oscuro, donde todavía piensas en mí, y en la vez que te dije, mientras hacíamos el amor, que iba a envenenarme y te reíste.  

Sobre el autor

Lima, Perú, 1985. Escritor. Diseñador Gráfico de profesión. Se inició formalmente en el mundo literario el 2017, editando, diseñando y distribuyendo, en las calles de Lima, su primer libro de cuentos «Observaciones Minúsculas». El 2018 publicó los libros: «El relato de la luna», «El presidente no quiere bailar» y «Alicates para enderezar los alambres debajo del pellejo». También ha colaborado en medios digitales como «El Narratorio», «Revista Kametsa» y «laconjuradeloslibros.com». Es director del sello editorial «Libre e Independiente».

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