La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón, sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus últimas consecuencias: el hombre, como leí en un cuento, que trata de clasificar la humanidad de acuerdo a los más variados criterios (negros y blancos, negros altos y blancos bajos, negros altos flacos y blancos bajos gordos, negros altos flacos solteros y blancos bajos gordos casados, etc.) encontrándose así en una necesidad de formular una serie infinita; un hombre que vino a la Agencia para proponer algo aparentemente muy sensato: reunir a los grandes jefes de Estado, al Papa, al secretario general de la ONU, etc., en torno a una paella universal donde se resolverían amigablemente los problemas mundiales; aquel otro que vino para informarnos que había presentado una demanda judicial contra la Unión Soviética para que devolviera a España el oro que se llevó durante la República. Su argumentación desde el punto de vista histórico y jurídico era inatacable, pero, llevada a la práctica, era un acto de demente. Lo que diferencia este tipo de locura de la cordura no es tanto el carácter irracional de la idea incriminada, sino el que esta contenga en sí su propia imposibilidad. Los locos de esta naturaleza lo son porque han aislado completamente su preocupación del contexto que los rodea y no tienen en cuenta así todos los elementos de una situación o, como se dice, todos los imponderables de un problema. De allí que esta forma de locura tenga tantas similitudes con la genialidad. Los genios son estos locos más una cualidad: la de encontrar la solución de un problema saltando por encima de las dificultades intermediarias.
Julio Ramón Ribeyro
Del libro
Prosas Apátridas