Sexta Fórmula

Sin despedida – Beatriz Allca y Heber Snc Nur

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Soy autor de la serie "Tormenta de Pensamientos", compuesta por tres libros de corte poético. Actualmente estoy trabajando en proyectos editoriales, además de mi primera novela.

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Ella:

He vuelto a verlo. Estaba en un café, al frente de la plaza, bebiendo una taza humeante como si no advirtiera mi presencia. Tenía el cabello alborotado y una barba de tres días. De él siempre me había gustado su extravagante manera de lucir, como si no le importara si los demás pudieran percibir en su apariencia a alguien elegante o alguien con quien es mejor mantener distancia. Lo miraba todo con aire ausente, como si captase fantasmas al vuelo.

Lo conocí en un invierno raro, de cielos grises y despedidas proliferadas. Yo trabajaba como profesora de música, y el violín siempre era mi mejor compañía. Me habló por primera vez en aquel salón, luego de que yo hubiese presentado una de mis creaciones ante un público que actuaba como juez. Su exigencia aquella noche me tenía encantada, así que di lo mejor de mí y al término pude recolectar una ovación de aplausos discreto pero notablemente complacido. Se acercó blandiendo una sonrisa tan afilada, que por un momento creí que si me descuidaba iba a terminar cortándome con ella. Ademanes bien trabajados, seguro de sí mismo, como si hubiese estado ensayando aquel saludo toda la vida. Su forma de mirarme era directa y acerada, y consiguió tambalear por un momento mi concentración. No había devuelto mi violín a su empaque todavía, pero su voz arremetiendo mis instintos sonó más fuerte que mi yo predispuesta a salir de sus garras.

Me preguntó por mi nombre y luego me invitó a salir. Había algo en él que me decía: «¡Huye lo más pronto que puedas!», pero también estaba ese: «Arriésgate, no tienes nada que perder». Yo era una mujer independiente y con un futuro a cuestas, pero en aquel momento lo olvidé de repente y, antes de articular cualquier palabra, acepté su invitación con un asentimiento. Me había quedado completamente muda, y era la primera vez que me ocurría con alguien.

Él sonrió triunfante, a todas luces disfrutando de su papel de conquistador. Algo en mi interior me decía, sin embargo, que no debía ponérsela tan fácil. Lo más seguro hubiese sido huir, acabar con aquella farsa, pero aquello no era ninguna farsa y yo tampoco quería huir.

Fuimos perdiéndonos en la maraña de calles y avenidas. Aquella noche el centro de la ciudad estaba iluminado y hablábamos de tantas cosas. Yo había vivido ahí desde que tenía uso de razón, pero se notaba que él conocía la ciudad mil veces mejor que yo. Me contó de sus historias, de los secretos de la gente, de la vida de quienes ocupaban ciertos edificios, de aquella aura oscura que envuelve los misterios de las calles. Me mostró la otra cara del lugar que hasta antes de encontrarme con él pensaba conocer al dedillo. Sin darme yo cuenta iba abriendo caminos en mi interior que ni siquiera sabía que tenía. Escucharlo era lo mismo que leer un libro. En su interior habitaban mil mundos que me llegué a sentir pequeña, admirada e irremediablemente perdida. Pasamos por una avenida solitaria, él sosteniendo el estuche de mi violín y yo intentando que mi indiferencia no se me resbalara del todo. Habíamos reído tanto, que cuando miré sus ojos brillar con la luz de la luna, me pareció ver a un niño que quizá no tenía a nadie con quien compartir aquellos secretos. Su soledad me tenía atrapada. En tan poco tiempo un extraño me había hecho perder la cabeza, la razón y la cordura. Hasta yo me desconocía.

Aquella noche fue la primera de tantas que pasaríamos mientras que el invierno llenaba de frío balcones y aceras. Pronto nuestros encuentros dejaron de ser fortuitos y más de una persona vio a aquella mujer a la que no se le conocía pretendiente ni intenciones de enamorarse, embarcarse en paseos sin rumbo con un desconocido al que parecía tenerle todo el cariño del mundo. No fue difícil quererlo, tampoco pensar en él tan seguido ni en aquellos besos robados en portales y eventos que, si de mí hubiera dependido, hubiese repetido hasta cansarme, porque sabía que no me iba a cansar. Así conocí sus costumbres y sus manías, de niño y hombre, que nunca dejaban de gustarme. No recuerdo que hayamos hecho las mismas cosas por dos días seguidos. Como yo, odiaba la rutina, le gustaba experimentar nuevas sensaciones y desacostumbrarse a que el tiempo le pusiera en orden las cosas. También disfrutaba los silencios, leía todos los días, disfrutaba de la soledad y de la compañía y nunca le oí reprocharme los roces que a veces teníamos. Nunca. Quizá fue eso lo que más me hacía quedarme, el que fuera incondicional, el que estuviera ahí, tratándome como niña, como hija pero también como mujer. El que comprendiera mis gustos y mis inclinaciones artísticas. El que me entregara sin esperar nada a cambio aquel amor que a más de una hubiese vuelto loca.

Nunca supe que era escritor hasta que, en uno de mis cumpleaños, me obsequió un poemario que había escrito él mismo. Supe así que cada detalle mío, cada gesto que esbozaba inconscientemente él lo había aprendido. Llegué a conocerme mejor a través de sus letras, a través del amor que ponía a cada palabra que, poco a poco, fue abriendo una mella en mí que no dejaba de repetirme que aquel amor era más de lo que yo merecía. Pero lo quise, lo amé tanto como me lo permitieron mis ganas. En ocasiones lo sorprendía mirándome en silencio, sin que yo me diese cuenta, mientras leía o preparaba mis partituras para interpretarlas. Siempre me hacía sentir hermosa, querida, deseada. Así que un día compuse algo para él también e hice que lo escuchara con la única compañía de la luz de las velas. Aquella noche, como todas y al mismo tiempo como ninguna, fue mágica. Fueron tantas cosas que hicimos durante aquellos dos mejores años de mi vida. Me entregué completa, casi con temor a no ser suficiente, pero él siempre hallaba la forma de hacerme sentir afortunada.

Aquella tarde de vientos en contra, pasaba yo al frente de las ventanas de aquel café donde más de una vez habíamos tenido una cita. Regresaba de dar clases de piano, así que no tenía prisa, y rodeé la plaza en busca de un banco. El único desocupado que había estaba precisamente con vistas a su mesa, que compartía con la compañía de un café y de una libreta en la que estaba haciendo unos apuntes. Quise pensar, dentro ese orgullo que difícilmente se admite, que me estaba escribiendo a mí.

Parecía mayor. Habíamos pasado sin vernos unos dos años, pero en su rostro se dibujaban expresiones que albergaban historias de no menos de una década de experiencia. Así que mientras lo miraba, fingiendo ignorar que él era plenamente consciente de que lo hacía —porque siempre supe que para él nunca pasaba desapercibida—, recordé en silencio que una vez me había confesado que no le gustaba el café, y aquella taza entre sus manos decía lo contrario. Recuerdo que cuando terminamos me prometió que nunca iba a volver a aquel lugar ni mucho menos a sentarse en aquella misma mesa en la que habíamos compartido tantas charlas. Pero lo cierto es que me lo prometió con un destello de luz en los ojos, de esos que declaran a gritos un «te quiero» ahogado entre lágrimas. En aquel momento él me quería, aún me quería. Le dije que lo sentía mucho y le di un beso en la frente, antes de desaparecer de su vida por tanto tiempo. Mi plan consistía en reencontrarme conmigo misma y rescatar a la mujer que era para no perderme. Pero no sucedió. Había olvidado que la respuesta no era buscar a mi yo anterior, sino aprender a ser una nueva mujer con él y con esa vida que estábamos construyendo juntos. Fui feliz sin darme cuenta, o mejor dicho, sabiéndolo, pero sin valorarlo como debí hacerlo. Y entonces, mientras lo miraba, comprendí el mensaje. Él había dejado de quererme, librándose así de aquella promesa y de aquellos recuerdos que, minuto a minuto, comenzaban a ahogarme a mí también. Sabía que él me había visto, sabía que yo había ido ahí a propósito, a mirarlo con la nostalgia atorada en la garganta, consciente de que había perdido lo mejor que me había pasado en toda mi vida, para siempre.

Él:

Querida, tu forma de caminar no ha perdido su esencia hipnótica y concisa, por eso, al mirarte todavía siento ser el mismo al que le tomabas del brazo al pasear, allá por aquellas avenidas en las que sembramos flores que nunca germinaron. Todavía tengo la sensación de entonces, esa que me decía que mi interior era un rompecabezas esperando a que tú vinieras a ponerlo en orden. La mayoría de mis sueños se han cumplido, hasta tú cuando llegaste o, mejor dicho, hasta cuando me dejaste entrar a tu vida. De todas, aquella meta era la que más había anhelado desde que supe de tu existencia, eso es algo que no te he dicho porque he preferido que lo sintieras. Y no creo haber hecho mal las cosas.

Querida, dime que aún me recuerdas. Que es cierto que estás con los intereses en quiebra, pero que eso no te ha impedido guardarme antes en un espacio compartido con tu lado más sencillo, el lado que me mostraste y del que terminé enamorándome perdidamente. No te preocupes, que recordar no quiere decir pedir de vuelta; es más bien una señal de que los pleitos son juegos incomprensibles y, aun mejor, de que no me odias. Porque hoy quiero decirte que yo sí te recuerdo, y que recuerdo también tu sonrisa en mitad de aquel primer beso inexperto que trazó un infinito en un par de segundos. Tú eres la única mujer que me ha enseñado que el universo puede agrandarse dentro de una boca, que las estrellas se multiplican cuando dos se abrazan y que la luna a veces te deja sin ganas de seguir preguntándote si alguien te ama de la misma forma que tú la amas a ella. Porque por un instante, por un milagroso instante, las dudas se disipan, se alinean los planetas, las estrellas dejan de ser fugaces y los deseos se cumplen. Por un instante el universo te mira a los ojos y te sonríe. Y entonces comprendes que sí, que el amor ha venido con ganas de quedarse a tu lado.

Ojalá supiera más de mí de lo que sé de ti ahora que no te tengo. Ahora que estás a unos pasos de distancia pero a varios meses de imposibles. A ese jamás que duele, tan lejos y tan cerca de lograr cerrar un libro en el que quería meternos a los dos juntos. Cuando te conocí lo supe, que iba a necesitar más tiempo del que me gustaría para borrar tu nombre de mis promesas, de mis futuros (porque un futuro contigo siempre me pareció insuficiente), de mi plan para conseguir un balcón con vistas a esa belleza que sólo tú tienes cuando te entregas a tu música. Supe que ibas a ser imborrable en mi historia y que, aunque otra mujer algún día venga a ocupar tu lugar, esas formas tuyas en mi alma nunca iban a irse.

Es cierto que yo me he ido también, que no hice nada por retenerte, pero tampoco lo creí necesario, porque si algo he aprendido durante todos estos años es que cuando alguien quiere irse es porque lo ha decidido mucho antes de decirlo. Y tú eres libre. Tan libre que te olvidaste de lo que yo iba a sentir si lo hacías. No te culpo aunque me costó dejar de echarte de menos. Y he conocido a alguien. Se llama como el verano, le gusta salir y es más de fiestas que de silencio. Está hecha de cicatrices que maquilla con unos ojos del color del mar. No tiene tu belleza, pero eso no le impide acomplejar a otras mujeres y hacerme entender que es capaz de alterar mis instintos sin más necesidad que de un pestañeo. La suya es una belleza que se encuentra cuando uno comprende que cerrar los ojos no necesariamente tiene que impedirte ver. Me ha dicho que viene para quedarse, pero no le he abierto todas las puertas por si termina por irse de la noche a la mañana como lo hiciste tú, porque sé que el hecho de que no me hayas prometido nada no evitó que las cosas que hiciste sin avisar terminaran doliéndome el doble.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me senté a esta mesa, en este mismo café, a mirar por la misma ventana y pedirle al mismo camarero que me traiga la misma orden. Él me ha preguntado qué ha sido de la chica del violín, y le he dicho que te has ido a dar conciertos a otra parte. De cierta forma, no le he mentido, aunque auguro la cara que pondrá al ver entrar por la puerta a otra que no seas tú, porque de entre tantas personas, él ha sido una de las pocas que en verdad apreciaba vernos juntos. Aprenderá a olvidarte y eso no me preocupa. Todo el mundo aprenderá que dos pueden dejar de verse sin ser necesariamente enemigos; que dos pueden defender con colmillos y garras su propio territorio pero que eso no los hace odiarse.

Yo no quiero olvidarte. Olvidarte sería una cobardía, yo quiero recordarte sin que me duelas. Sin que me asuste el hecho de irme a dormir con otra a riesgo de soñar contigo. Y lejos de vengarme de ti —porque la venganza se la dejo a cualquier rencoroso incapaz de manejar sus tormentas—, lo que hago es mantener un margen de distancia prudencial entre los recuerdos que tenemos juntos y el futuro que deseo al lado de ella. Así que quiero que sepas que no me siento mal por haber elegido el mismo sitio que frecuentaba contigo para ahora verme con ella, que, además, ama los cafés tanto como ama los centros comerciales. Me siento más bien en paz, como se siente aquel que sale ileso de una guerra. No digo victorioso. Ninguna victoria sirve si a cambio nos condena a vivir entre tormentas de por vida. Mi mayor victoria es la serenidad de las decisiones bien tomadas.

No falta mucho para su llegada. Sabes que acudo siempre antes de la hora indicada, porque la puntualidad es uno de esos vicios de los que ya no espero librarme. La he citado precisamente aquí, porque también me sé de memoria tus horarios de salida y las rutas que tomas para llegar a casa, y no quería desaprovechar la oportunidad para verte de nuevo. Sé que me has visto; sé que, en caso de que volvamos a cruzar palabras y te mencione este instante, dirás que los demás bancos de la plaza han estado ocupados y que por eso te has visto obligada a sentarte delante de mi vista. Sé que traerás tus pretextos a la altura de tu cintura, sé que no dejarás que te mire a los ojos por más de diez segundos consecutivos porque nunca te ha gustado que descubra tus secretos de esa forma. Sé que en el fondo aún deseas ser tú la mujer que gobierna mi lado sensible. Sé que me has visto escribir en esta libreta y que has pensado en la posibilidad de que lo que escribo fuera para ti, así que, por una vez, tienes razón, te estoy dando el gusto, aunque no del todo, porque también sé que si me acerco estaré al borde de perderte para siempre, y antes de caer en eso prefiero que te quedes aunque sea para evitar la sensación de vacío.

Hoy me toca estar con ella y quererla como si nadie me hubiese lastimado antes. Hacer de sus brazos un precipicio y convertirme en suicida. Me toca desaprender lo que aprendí contigo para que ella me lo enseñe con sus propias manos, con su propia voz, con su propia mirada. Me toca entender que para el universo y las estrellas, los fugaces siempre hemos sido nosotros, y que el pedir deseos resulta tan absurdo como esperar a que un edificio se construya con el simple hecho de mirarlo. Me toca entrar a esta vida por otra puerta, con otras vistas y con más responsabilidades que desintereses. Que el amor nunca estuvo hecho para nosotros, sino que nosotros estuvimos hechos para el amor y que, sencillamente, no cumplimos sus expectativas. Nos dejó ir no por maldad, sino para evitar más daños. Daños de los que pudimos haber resguardado lo único que nos mantenía con vida y que al mismo tiempo nos mataba: el necesitarnos, el no poder vivir un día sin un beso, una noche sin una caricia, una tarde sin nosotros. No voy a despedirme por si luego termino arrepintiéndome, y porque no acostumbro a despedirme de nada que haya querido con tanto empeño que me haya dejado el alma en el intento. Te llevas contigo los recuerdos, te los dejo como lo que son y no como los quieras tomar. Yo me llevo tus pasos torpes en la acera que castigas a taconazos de regreso a tu casa, me llevo tu silencio al otro lado de la calle, me llevo tu culpa y mi inocencia, y la absolución mutua por haber convertido el pasado en un campo de minas; por tenerle miedo a volver, como si las cosas siguieran un mismo patrón siempre, y como si fuésemos tan idiotas como para dejar que todo eso ocurriera de nuevo sabiendo qué cosas hicimos mal desde el principio. Pero me voy con todo eso y a ti te dejo aquel libro y mis palabras, en las que, espero, puedas encontrarme cada vez que necesites un abrazo.

Texto incluido en el libro Tormenta de Pensamientos

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