(En voz baja te llamaré siempre, mi pequeña curadora de lienzos). Me jalas de los brazos y no entiendo cómo puedes con mi peso; hoy disfrutas mi expresión de asombro, no permites preguntas ni respuestas, solo golpeas y golpeas. Hoy sé que en realidad vas a sanarme. Arrodillada auscultas las pendientes que he escondido bajo hojas de filodendros; combustionando a salvo de tu vista las barrí con el espanto de que alguna te tragase los pasos. Es la primera vez que irrumpes en mi casa con esta carcajada tragándotelo todo, tan segura de tu cuerpo; has venido hoy armada y en el pecho quemas lumbre; eres otra y bajo la cintura la forma en que hoy caminas me recuerda el quebrar de las figuras heroicas de los libros: los caballos, la avalancha, las aureolas boreales... Hoy he aprendido que el amor y sus rezagos pueden tomar a un muerto de los cabellos y hacer que cante. Tengo mucha, mucha vergüenza de estos precipicios que solo se llevan a los ciegos, los tristes y los necios, sobre todo cuando lloran en silencio y a ojos secos. Te pido que no mires y golpeas y golpeas, de verdad quieres llevarme entre tus brazos al borde de cada risco, entre tus senos, cuidando mi cabeza con la rabia en la cereza de tus labios que se muerden. Blindada entera por la cólera, me muestras la fuerza de tus caderas, me muestras los dientes, me muestras que no existe peligro alguno de rodar hacia la guerra, allá abajo donde ejércitos de plomo se derriten sin escudos. Te pregunto si no sería más fácil empujarme, pero tú solo me absorbes y me estrujas; se contrae tu rostro con el ímpetu, me pides que te embista con todas mis fuerzas (me pides también que llore, pero yo no recuerdo cómo). Hoy es martes y a las dos de la tarde eres hermosa dormida, eres sibila, délfica; ya no estoy vacío, hoy he sentido que tú fuiste la que ha entrado en mi cuerpo.
Carlos Cavero