A Pamela Osorio, Luz de Luna
—¡Ya dije que no puedes entrar! —gruñe el vigilante, mostrándome el puño, el ceño fruncido, una mirada de desprecio─ . Ya deja de molestar, chibolo, y lárgate.
De inmediato, estrella las rejas contra mi cara y, receloso, asegura la aldaba con el candado. Luego, agita despectivamente los dedos, como si estuviera espantando a un perro sarnoso, y se introduce en las entrañas del Parque de la Exposición, el cual, en ese instante, yace estruendoso por el explosivo concierto de rock.
—¡Maldita sea! —reniego apretujando cada letra entre mis dientes. En el evento, Diazepunk vocifera:
«Solo quiero verte otra vez».
—¿Y ahora qué hago? La flaca me debe estar esperando adentro… Fácil y hasta se quita si no le aviso.
Permanezco parado, mirando el sol que se desvanece en el firmamento. Su pálida luminosidad me recuerda las pupilas almíbar de Susana. Saco el celular, veo la hora y lo guardo. Son las seis. Había quedado con la muchacha a las cinco y media en la puerta principal, la del Paseo Colón. Ella, sin embargo, estuvo esperándome ahí desde antes. Entonces, para que no se aburra, para mantenerla a buen recaudo fuera del peligro de los ladrones y de los acosadores, le sugerí que vaya entrando.
—Apenas esté por allá, te llamo, por fa —le había dicho.
Claro, eso se lo mencioné antes de llegar al empinado barrio de mi tía Anabel, en El Agustino. Es que yo no sabía, en ese momento, que esta, con su carita de víctima, me postergaría el pago que me debía por la chamba de pintar su fachada. Trabajo fregado que tuve que hacer solo, con una brocha y bajo el endemoniado sol de enero.
—Pero la recompensa será la platita que te lloverá después, viejo —me alentaba a mí mismo aquel día, cubierto de sudor, de polvo y de pintura.
Sí, porque ese dinero ya estaba destinado para el concierto. De ahí iba a sacar para mi entrada, para lo que le invitaría a Susana y hasta para nuestros pasajes. Cada gasto y, en alguna medida, cada suceso ya había sido planeado. Nada podía fallar.
«Sí, porque esta noche tengo que hacerla linda con la chiquilla —cavilaba mientras recorría la desgastada y extensa Nicolás Ayllón, rumbo a la casa de mi susodicha tía—. Esta noche le confesaré todo. Y ella me dirá que sí con esa mirada profunda y cálida que tiene. Porque, a la firme, Susana me gusta. Y parece que yo también le gusto a ella. Desde que nos conocimos en la academia hace como tres semanas, nos hemos llevado superbién. Tanto que, cuando la gente se nos cruza, piensa que somos enamorados. Es que hay química entre los dos. El otro día se lo dije y ella se sonrió, por eso creo que también le gusto, por eso… esta noche… esta noche tiene que ser mi noche».
Con ese último pensamiento recorría la Carretera Central, a la vez que observaba los mercados atiborrados de puestos de verduras y frutas, los cerros atestados de casitas y el resto de lo que parecía el distrito más antiguo de Lima. Con ese mismo pensamiento llegué, además, a la casa de la vieja Anabel, donde esta me dio la mala noticia, sacudiendo frenéticamente las bases de mis ilusiones, aquel castillo de cristal que había construido con recelo desde hace algunas semanas.
Por ese motivo, cuando el microbús me abandonó ante el MALI, no hallé otra solución que ir por cada rincón del histórico parque, buscando la forma de zamparme, como antes lo había hecho en otros eventos. Lamentablemente, esta vez sí no pude hallar nada. El lugar estaba muy bien resguardado. Así iba, un tanto bajoneado, hasta que me hallé de cara a la puerta por donde ingresaban, de tiempo en tiempo, vehículos colmados de gaseosas, cervezas e insumos de comida rápida. Frente a la puerta ubicada en el mismísimo Paseo de la República. Una inexplicable esperanza surgió en mí, por lo que me quedé parado, esperando. Pronto llegó un taxi. De los asientos delanteros se bajaron una señora y el chofer. De los de atrás, un niño. La mujer, que llevaba un mandil blanco y una cartera negra, se dirigió al portón. Los otros hacia la maletera y se pusieron a descargar cajas de pan, bolsas, bebidas. Rápidamente, me acerqué a ayudarlos. Ellos no se negaron. De ese modo, cogí una de las cajas y me dispuse a ingresar. Ya estaba a punto de adentrarme en el recinto, pero la señora, de lejos, al verme, gritó:
─¡Ey! Deja, deja, no te daré propina. Para eso tengo a mi hijo.
El mulón de chaleco tardó un poco en comprender la expresión. Al lograrlo, molesto, lanzó su mirada sobre mí y berreó:
─Arranca, oe.
Yo, terco, fui hasta él:
─Señor, ayúdeme pues. Necesito entrar. Necesito hacer algo importante allí, pero no tengo plata. Me han robado.
Incluso le ofrecí cinco lucas, pero el hombre no quiso. Me botó.
Ahora estoy aquí, parado, recostado a los fierros que cercan el recinto, mirando cómo la gente sale apurada del mercado Polvos Azules con sus bolsas de compras. Mientras tanto, Diazepunk sigue con su espectáculo:
«Nunca sabré bien qué decir;
sin ti nada tiene sentido.
Solo yo estoy si tú no estás;
eres mi única necesidad».
«¡Susana, Susana…! —medito entre suspiros—. ¡Me vas a volver loco, Susana».
Saco de nuevo el teléfono. Busco su nombre entre mis contactos y, al hallarlo, inicio la llamada. En el fondo, el conocido pitido timbra una y otra vez.
«¿Por qué no contesta?».
Cuando ya estoy a punto de colgar, su voz de mujer que conoce la humildad me recibe sorpresivamente.
—Aló —digo con desesperación y me levanto.
—Sí, aló —me responde. Después la comunicación se interrumpe y no la oigo más.
Intento llamarla de nuevo, caminando de un lado para otro, pero una voz femenina, artificial, me informa que ya no me queda saldo.
—¡No! —mascullo—. ¿Dónde encuentro un teléfono público?
El semáforo, justo, ilumina el círculo superior con el rojo neón y yo, corriendo, atravieso las pistas, delante de los desesperados vehículos, hasta el grifo. Ingreso a su minimarket y me dirijo hasta la caja azul del cual pende un cable ondulado. Marco el número de Susana. Espero. No hay pitido. Luego de unos segundos en silencio, la misma voz femenina y mecánica se reproduce, pero esta vez me informa: “si desea deje su mensaje en la casilla de voz”. Intento una vez más. La misma respuesta.
—¡Maldición!
Salgo de la tienda, cruzo intempestivamente la avenida, sin ni siquiera fijarme si está libre para los transeúntes, y me dirijo con desesperación al agente de seguridad quien ya había retornado a su posición de cuidado.
—Señor —invoco—, por fa, déjeme entrar. Necesito estar adentro.
─Paga tu entrada, pues─ interrumpe.
─Es que no tengo… y hay una chica que me está esperando allí. Hoy me la declaro. Ayúdeme por favor.
El vigilante queda unos segundos con el rostro impasible. Luego, retrocede unos pasos, con las pupilas todavía incrustadas en las mías y, dejando escapar una sonrisa maligna, gruñe:
─¿Y a mí qué mierda me importa eso?
Después, gira a medias y, esta vez, sin dejar nunca de sonreír, se dirige hacia la caseta de madera ubicada a unos metros, tras unos matorrales.
«¡Malnacido!», pienso, sin quitarle los ojos de encima. Meto las manos en los bolsillos y me alejo, encorvado. A unos pasos veo unas gradas que sobresalen de las rejas y me siento. Al fondo, el presentador anuncia el turno de Los Mojarras. El baterista redobla tambores y hace huaynear a los asistentes.
Entonces, sin saber por qué, vienen a mi cabeza imágenes de casa. Percy, mi hermano, está sentado en el sofá, frente al televisor. La sala está desordenada y el imbécil, rascándose la panza y viendo el Chavo del Ocho. Papá está en su taller, puliendo las sillas que le pidió el vecino. Al frente de él, una foto de mamá, que cuelga bajo un clavo, lo observa con sus ojos tristes. “Te extraño, vieja”, dice de pronto mientras fuma un cigarrillo y oye la música triste de Flor Pucarina. «Yo también», pienso y siento un punzón en el pecho. Cachuca lanza un grito de ultratumba, rockanrolero, y la primera guitarra se lanza con un riff electrochichero. Seguidamente, se escucha:
“Ahí se va una generación
de pueblos de migrantes,
que vivieron un mundo diferente
a la de sus padres,
a la de nuestros abuelos”.
Yo me levanto. Siento una fuerte disposición de irme, no sé si a mi casa o a buscar otra puerta. Solo quiero alejarme de ahí. Mis pies, automáticamente, arrojan tres pasos. Están a punto de dar el cuarto, pero un bus de ventanas polarizadas y herméticas me intercepta, se detiene ante mí. De este, desciende un hombre de llamativa delgadez que viste una casaca de cuero negra, un pantalón jean y un gorro con el logo de la banda Leuzemia. Yo acerco el rostro y achino los ojos. Lo reconozco de inmediato.
—¡Efe! —grito entonces y me acerco.
Daniel se detiene, voltea y sonríe.
—Habla, comparito —responde con esa voz aguardentosa que lo caracteriza, y me extiende su brazo.
—Hola —le digo y estrecho la palma de su mano. Pienso en contarle mi problema, en pedirle ayuda…
—Dale, sube, métete al bus —adivina él.
Sin vacilaciones me lanzo al vehículo. Subo los peldaños. Me dejo digerir por la oscuridad que se desborda en su interior. Llego al pasadizo. Un espectro me detiene. Me pregunta quién mierda soy. Yo trato de explicarle. Me echa. “Fuera, fuera”, dice, empujándome, y no me queda nada más que bajar, afligido. Afuera, el viento, que llega más frío, trae consigo el coro de Nostalgia Provinciana. Levanto la mirada. Daniel F me escruta desde el otro lado de la reja, matándose de la risa.
—Oe, y tú qué haces ahí —me exhorta con los hombros encogidos—. Pasa, carajo.
Me quedo viéndolo, atontado. Mis sienes se inundan de sudor.
—¿Vas a pasar o no? —cuestiona el cantante, esta vez serio.
«Claro», pienso, pero no respondo. Solo avanzo. Mi corazón se acelera. ¡Por fin, Susana! ¡Por fin! Una vez más el tipo del chaleco me detiene.
—¡Adónde crees que vas! —grazna.
—¿Acaso eres sordo? —respondo algo avezado.
Me empuja. Daniel se acerca. Carga una funda negra que tiene forma de guitarra.
—Viene con la banda, compare —aclara sin perder la paciencia.
—Señor, pero…
—Viene con la banda, pues…
—¡Daniel!, ¿algún problema? —grita uno de sus patas.
—Ninguno —contesta él y me entrega el resguardado instrumento que trae consigo—. Lleva esto, por favor —añade.
Recibo el encargo y me enrumbo, siguiendo a los demás integrantes del grupo que ya bajaron del ómnibus y se dirigen a la carpa que les designaron. Muy cerca del concierto, la imagen de Susana me invade sorpresivamente. Sonrío, sacudo la cabeza y apuro mi paso por ese estrecho camino de tierra y hierva mala. Más tarde, ingreso al camerino, dejo la guitarra junto a una silla de plástico y salgo con premura. En el umbral, tropiezo con Daniel y con sus amigos. Trato de darle unas palabras de agradecimiento. Él me interrumpe. «De nada. Entra no más». Yo trato de no incomodarlo y obedezco. Unos metros más allá, escucho: «Oe, pero para la próxima paga tu entrada, ah» y una risa. En el trayecto, me cruzo con el gordo de seguridad. Lo evito. Cuando estoy a punto de ingresar a la zona de los espectadores, unos pastrulos me bloquean el acceso.
—Habla —me dice uno de ellos, muy ebrio—, ¿tienes mota?
—¡Qué! —respondo, algo indignado, y los esquivo.
Los muchachos se quedan congelados. No reaccionan. No me importa. Los dejo atrás como otras sombras de la noche. Más adelante, cuando mis suelas rozan ya el gras del campo, celebro:
—¡Por fin, Susana! ¡Por fin!
Entonces, sin perder un segundo más, atravieso las aglomeradas casetas cerveceras, las interminables colas de los puestos de comida rápida, las desordenadas filas de los baños portátiles, y me encamino en la búsqueda de mi amada.
—Ojalá que no se haya ido todavía —ruego.
Minutos después, cansado ya de recorrer cada rincón del parque, sin éxito alguno, decido sentarme bajo la frondosa cabellera de un árbol. Afectado por lo sucedido, me lamento: «Hubiera sido más precavido. Hubiera…».
—¿Alonso? —soy extraído de mis cavilaciones.
Levanto la mirada. ¡Es Susana! La luz de la luna cae sobre su espalda y genera un resplandor sobre su silueta. ¡Parece un ángel! De inmediato, me levanto y la saludo con un beso en la mejilla. Ella me abraza.
—Te estaba buscando —le digo con el corazón hecho una metralleta, sonriente. Mis piernas tiemblan—. ¿Dónde estabas?
—Oh, ¿sí? —responde ella—. Lo que pasa es que…
De pronto, un brazo rodea su cuello. Mi mente se nubla. Todo ha desaparecido alrededor. Solo veo ante mí a Susana y a un muchacho delgaducho, pelucón y alto, que la tiene junto a su hombro.
—¿Alonso? —soy despertado una vez más.
—Sí, sí… —respondo.
El corazón me quiere estallar en la garganta.
—Te estaba presentando a Julián, mi novio.
—Habla —dice él.
«No jodas», pienso.
—Hola —respondo, sin embargo.
Seguidamente, aprovechando que Daniel y su banda han comenzado a tocar Asesinos de la ilusión, añado:
—Ufff… Esa canción es paja. Ya vuelvo.
Susana me mira sorprendida. Julián sonríe. Yo avanzo corriendo por entre los dos, con la respiración contenida y los ojos fijos sobre el escenario. Cuando llego a las orillas del alborotado gentío, me detengo.
«¿Vale la pena seguir aquí?».
Mi mente y mis labios se mantienen enmudecidos. El hálito retenido huye por los orificios de mi nariz. Mi pecho se desinfla. Mi cuerpo se encoge. Mis pupilas son velas derretidas.
«¿Vale la pena?».
Llevo las manos a la altura de mis pómulos y, vanamente, me seco las lágrimas. Aturdido aún, ebrio de tristeza y de soledad, respiro profundamente e irrumpo en ese mar de cuerpos que, a diestra y siniestra, se agitan y golpean tratando de bailar.