Por favor, déjenme ya;
Los Shapis
no me quiten mi merca.
Trabajar en la ciudad
es mi afán y no robar.
¡Los municipales! —gritó don Fidel con la voz aguardentosa que poco a poco se le fue apagando, como si se hundiera por completo en ese mar de asfalto, de cemento duro.
De inmediato, mamá y yo giramos y vimos cómo tres cuerpos enormes llegaban hasta donde se encontraba él, lo empujaban, cogían las coloridas ropas que vendía y partían a toda velocidad.
—¡No sean malos, no sean malos! — suplicaba, casi sin voz, mientras se ponía de pie y los seguía—. No me quiten mi mercadería, con esto mantengo a mi familia. ¡No sean malos, pues!
Pero los hombres, vestidos con chalecos amarillos, protegidos hasta los dientes, no le hicieron caso. Aventaron las prendas al camión de decomisos que, por un lado, mostraba la foto del alcalde de Comas y una frase que decía: “Construyendo para todos”.
—¡Jorge! Rápido, hijo, ayúdame a guardar las cosas. Junta las sillas, desarma la sombrilla… —me despertó mamá apenas se percató de que los serenazgos ya volvían, furiosos como toros.
Algunos de nuestros compañeros, los que estaban más cerca de ellos, solo se resignaron a pelear. Otros, sin embargo, ya habían huido.
—¡Apura, apura! —insistía a la vez que guardaba los platos, las cucharas, las fuentes, las ollas…
Nosotros estábamos a una cuadra, justo en el cruce del jirón Puno con la avenida Túpac Amaru. Siempre nos ubicábamos allí porque a esas horas, cinco o seis de la tarde, había bastante gente y el negocio era bueno.
—¡Jorge, apura!
Yo permanecía absorto por lo que veía.
«¿Por qué?, ¿por qué tanto odio hacia nosotros?, ¿acaso somos delincuentes para que nos traten así?, ¿acaso dañamos a alguien con nuestro trabajo?», me preguntaba con impotencia, con indignación.
Alrededor, la calle era un caos. Doña Rosita se aferraba a su quiosco rodante, repleto de golosinas, para que no se lo lleven. El señor Fidel intentaba treparse al camión. La señora Juana abrazaba su carrito lleno de huevos de codorniz. Don Roberto recogía su triciclo, que estaba tumbado en medio de canchitas, papas y camotes pisoteados. Y los miserables, que eran como siete, con sus varas, duro y duro sobre los rebeldes, pero ellos no soltaban sus mercancías. En sus ojos empecé a notar una chispa de irracionalidad. Pronto, ya no los veía como personas. Pronto, eran perros enfurecidos, perros enfurecidos que dañaban a gente humilde. ¿Qué podía hacer un muchacho de trece años como yo contra esos fortachones?
—¡Jorge! —me sustrajo mamá de mis cavilaciones —. Ya acabé. De una vez, sube todo y vámonos.
En su rostro reinaba la desesperación; en sus ojos de atardecer, el miedo.
Yo la comprendía; sin embargo, quería quedarme para ayudar de alguna forma a nuestros amigos, para demostrarles a los de la Municipalidad que lo que defendíamos era justo. Quería quedarme, y debía hacerlo, porque así había acordado el Comité de Ambulantes. Pero el mandato de mi madre me lo impedía. Aquella vez que enfermó gravemente, había jurado nunca desobedecerla. Por eso, rápidamente, cogí los bancos, la sombrilla, la escoba, el recogedor y los acomodé sobre la carreta. Luego, puse el plástico encima. Con la soguilla amarré todo el puesto de comida. En mi mente rogaba a Dios que se presentara algún pretexto, algo que nos obligara a detenernos. Ya estábamos a punto de irnos, pero un grito desgarrador nos retuvo.
Cuando volteamos, observamos que los municipales escapaban despavoridos, llevando consigo lo que habían podido arrebatarnos. Tras ellos iban Roberto, Fidel y doña Juana, quienes armados con palos les lanzaban algunas amenazas:—¡Abusivos de mierda! ¡Esto no se va a quedar así!
—¡Sí, escúchenlo bien: se jodieron! ¡Ni se atrevan a volver!
—¡Desgraciados! ¡Basuras!
Por otro lado, doña Rosita yacía recostada sobre la vereda. Sí, nuestra Rosita, la primera vendedora de la zona, quien había luchado durante siete años para conseguir ese puesto de golosinas y establecerse en esa esquina. Siete miserables y difíciles años después de que su hijo la abandonara, junto a un esposo enfermo, para irse al extranjero. Un hijo que le había prometido volver para llevárselos y darles la gran vida que se merecían. Un hijo que, sin embargo, nunca regresó ni dio señales de su existencia, ni siquiera cuando su padre falleció. ¿Por qué a la gente buena siempre le va mal? Doña Rosita no merecía eso, pero estaba allí, tendida, tiesa, silenciosa, como un objeto, como si fuera parte de la pista. Muchos curiosos se habían acercado a verla.
Entonces, con apuro, mamá y yo corrimos hacia la víctima, una víctima de la intransigencia, de la insensibilidad. Cuando estuvimos cerca de ella, noté que un hilo de sangre corría por debajo de su cabello lacio y canoso.
—Den espacio —dije, molesto, al ver que se demoraban en tomar la iniciativa, y me agaché para auxiliarla—. Den espacio para que pueda respirar… Coloqué su cabeza en uno de mis antebrazos y empecé a reanimarla como una vez había visto en la televisión.
—Señora Rosita, señora Rosita…
Sentía miedo, culpabilidad y sobre todo pena. De pronto, vi en ese cuerpecito a mi mamá y la tristeza se hizo más grande.
—Señito, por favor, señito…
Pero no reaccionaba. El tono de su piel tomaba un color lúgubre. Algunas lágrimas rodaban por mis mejillas.
—Señora Rosita, despierte, por favor…
Ninguna señal de vida se asomaba en ella. Poco a poco, los curiosos comenzaron a irse. De pronto nadie quedaba, solo nosotros, sus compañeros, quienes llorábamos esperando a la ambulancia. Mientras tanto, el sol se disolvía en el horizonte con la apariencia de desaparecer para siempre.