Cada día derramaba lágrimas por tu partida. El peso de tu ausencia era más y más. Estaba al límite de mi voluntad, cansado de no verte, de escucharte, de abrazarte… levanté la mirada al cielo; una lágrima se deslizó por mis labios hasta caer en mi boca a punto de gritar a todo pulmón:
¡Renuncio!
No lo pude hacer. Esa lágrima era dulce y no amarga, estaba llena de recuerdos hermosos, de risas, de abrazos, de te amo, de sueños, de la primera vez que te vi, de amor incondicional, de miradas, de frases, de ti. Con mi mirada aún en el cielo y mi ser pidiendo exclamar el alivio, le susurré a las nubes:
¡Gracias!