Sexta Fórmula

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Pesebre de sal – Gabriel Valdovinos Vázquez

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Autor de los libros Jubileo, Destellos Desafíos y Naufragios. Colabora en diversas revistas de España, Estados Unidos de América, México, Perú y Argentina. Escribe narraciones cortas, sobre temas sencillos y cotidianos. Pretende llevar al lector a través de la magia de las palabras, a paraísos maravillosos ubicados en nuestro entorno o en nuestros recuerdos y habitado por seres extraordinarios con los que vivimos todos los días.

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¡Despierta, Camello viejo y reumático! Te voy a llevar a dar un paseo, a ver si así dejas de estar bostezando. 

Quiero que me acompañes a un lugar donde me habría gustado poner el Pesebre en aquellos lejanos días de mi niñez. Veremos si estás de acuerdo y nos llevamos a todos tus empolvados y modorros amigos para allá. 

Seguramente habrían dado un gran espectáculo en esa época. Algo nunca antes visto; tal vez ni siquiera imaginado. 

Fíjate que nuestros padres andaban tan angustiados por darnos el sustento básico, que nunca nos decían que existían los festejos navideños y que los niños podíamos pedir un regalito. 

No sé si ellos tampoco lo sabían, o lo olvidaban o preferían evitar la pena de decirnos que una vez más no habría un juguete nuevo en nuestras manos, a no ser los que con nuestro ingenio improvisábamos con vainas, ramas o cualquier cosa que rescatábamos de la basura. 

No creo que aun sabiéndolo hubiéramos pedido tanto; cuando casi nada se tiene, poco o nada se desea. 

Porque tampoco nos dábamos cuenta de que existían cosas más allá de las escasas y austeras herramientas y utensilios que teníamos en aquellas nuestras rústicas casas. 

Tal vez sí deseamos alguna caricia, pero nos conformamos con no mirar la mano amenazante de nuestros mayores ante nuestras infantiles imprudencias. 

Tal vez añoramos una sonrisa, pero bastaba con no mirar el enojo que provocaban nuestras ocurrencias en el rostro de nuestros padres. 

Cuántos abrazos quisimos dar a nuestros viejos, pero hubo que guardarlos para un después que tal vez nunca llegó. 

Besos y un te quiero que aún hoy están amontonados en nuestros corazones y provocan tantas angustias y remordimientos. 

Un te perdono que nunca llegó, una disculpa que nunca ofrecimos porque los hombres no se rajan. 

Una lágrima escondida tras la máscara de un “el que llora es un marica”, o ante la amenazante arenga “te voy a dar una buena chinga para que llores por algo”. 

Esos fueron los deseos que siempre añoramos, los que aún nos aprietan la garganta, queriendo repartir tantas palabras a destiempo. 

Y mira mis dedos chuecos y llenos de cicatrices por tantas caricias que se me hicieron viejas, por tantos sana-sana que en mis manos se pusieron rancias. 

Cataratas y miopía provocadas por el exceso de agua salada acumulada en nuestros ojos, al no poder consolar a nuestros padres en sus angustias, cansancios y sudores. Al ver a nuestros abuelos morirse de tristeza, por el abandono de sus hijos, por la ineficiencia de los menjurjes y la muerte que, ingrata e injusta, se los llevaba de nuestro lado de forma prematura. 

No era tan difícil dar felicidad a un niño en esos tiempos; bastaba con escuchar el canto de los gallos, que espantaba a los fantasmas y monstruos nocturnos y ver el sol que nos sacaba de nuestro nido de trapos y costales, húmedos por las lágrimas vertidas durante la interminable noche. 

Un Pesebre habría sido algo maravilloso. 

¡Imagínate la cantidad de adornos que le habríamos puesto! Racimos de limones del patio de mi casa, pulseras de semillas del tamarindo de la abuela Cele, collares de semillas de guamúchiles, florecillas de toloache, espigas rojizas del zacate de la barranca, algunas vainas del tabachín de doña Lety, o de esos huesos raros del marañón de doña Chuy. 

Ya te veo cansado, Camello. Allí, pasando el río, descansas un poco a la sombra de esos barcinos que aún están floreando. En cuanto demos vuelta en el cerrito de La Cruz, mirando rumbo a donde se oculta el sol, podremos ver el lugar del que te estoy hablando. 

Mira cómo todo ha cambiado. El río ya casi está seco y eso es que acaban de pasar las lluvias. El cerro al que mi papá y yo subíamos para ver el amanecer y divisar todo el valle hasta el mar, ya lo derribaron. 

¡Qué carreteras tan amplias! Las veredas que tantas cicatrices me causaron ya son calles parejitas y empedradas. 

A lo lejos se ven algunos pocos niños, pero ya no andan descalzos y desnudos, ni les brilla la panza de tantas lombrices como a nosotros cuando vivíamos por allá. 

¡Mejor vámonos de aquí Camello! Yo creo que a estos niños ya también los visita el gordito de la barba blanca.  

Espero que sus corazones estén llenos de las fantasías e ilusiones que todos los niños, independientemente de las circunstancias y las épocas, alegran todos los rincones del mundo. 

Y que esos sencillos regalos que los niños de ayer quisimos dar y recibir, inunden este pueblo y todo el universo hoy y para siempre. 

¡FELIZ NAVIDAD! 

Colima, MÉXICO, 1970

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