Porque en realidad necesito mantenerme siempre tal como estaba al principio que cuando empecé a escribir, donde no me preocupaba nunca el riesgo, porque si un libro iba mal no pasaba nada porque habían ido mal los anteriores. Y el riesgo es fundamental para poder ser libre a la hora de escribir y no estar pendiente de lo que has hecho antes ni de que pueda fracasar el libro.
ENRIQUE VILA-MATAS
En esta habitación escribo. Es una pequeña biblioteca preciosa donde siempre hay cinco o seis libros esperando a ser leídos y una silla ejecutiva de cuero negro, iluminada por una lámpara que lleva conmigo diez años. A veces también escribo en la sala o en la oficina, encorvado sobre un folio en la mesa. Allí han nacido muchísimas de mis letras.
Llevo unos trece años escribiendo dentro de una habitación, para un público que desconozco, a pocos centímetros de un altavoz Bose. Podría decirse que llevo trece años hablando con un altavoz. Más que una forma de vida, es una adicción: soy adicto a la escritura acortada y delimitada por una hoja en blanco, y a día de hoy no he descubierto nada que me aporte más placer que hacer esto a solas. Mi soledad elegida es gratificante: en casa soy inmortal; con el paso del tiempo decidí no hacer ningún esfuerzo más por salir de fiesta o por reunirme con gente cuyos intereses no tuviesen nada en común conmigo. Siempre he preferido estar en casa: primero en la de mis padres y luego en la mía, y pisar la calle para lo justo y necesario. En esto soy igual que mi padre. Y en muchas más cosas. Y es que creo que aprendí a escribir viendo a mi padre discutir con sus hermanos o sermonear a los hijos de algún vecino sobre el porqué debían escucharlo y darle la razón. Mi padre tenía una salida para aliviar todas esas culpas que nunca contó a los demás y era intentando ser padre de otros como no lo fue con sus primeros hijos donde podía sacar sus pequeñas frustraciones, reclamándole a los vecinos los comportamientos que no tenían o que, según él, tenían mal. La mía, supongo es la escritura, hablar con una hoja en blanco.
Comencé a escribir con quince años sin saber el porqué, sólo recuerdo que fue poco después de comenzar el bachillerato. Han pasado dieciséis años, tres libros, un libro editado al otro lado del charco y bastantes colaboraciones con aspirantes a escritores latinoamericanos desde la última vez que dije que dejaría de hacerlo. Pero no lo consigo. Mi hábito es crear desde el conflicto y mi mayor conflicto es que tengo el hábito de crear, que no es lo mismo. No sólo es una adicción, escribir ya es un acto reflejo. De verdad que ya no sé ni por qué mancho el folio si vacío me hace de espejo.
«Como catarsis, para poder elaborar», le respondí hace poco a una amiga que ya se ha ganado un lugar en mi vida anímica y mi escueta vida social; «creo que es ya un hábito. Es mi terapia personal, mi ritual obsesivo para exorcizar a los demonios que cargo, una manera de mantener a la apatía, la desesperanza y a la indiferencia a raya», escribí hace poco en una de mis redes sociales; «si escribo es porque de algo hay que morirse, porque hay que saber mentirse», le contaba a mi analista en nuestra última sesión; «porque no encontré un mejor lugar para existir», me repito a mí mismo cada que me cruza por la cabeza abandonar este arte que se ha convertido en vicio y en un refugio a la vez. Lo cierto es que, por más respuestas que tenga, no lo tengo claro, como tampoco tengo claro por qué comienzo un trabajo final con algo tan alejado del contenido del seminario para el que redacto este ensayo. «Todo lo que dices tiene importancia, por algo lo dices», «¿por qué piensas que no tiene importancia?». Puedo escuchar a mi analista interno.
Lacan decía que «el inconsciente está estructurado como lenguaje». Teniendo en cuenta que al día de hoy contamos con una gran variedad de lenguajes (oral, kinésico, proxémico, icónico, etc.), cada uno con sus clasificaciones y ramificaciones, quizá podamos llamar lenguaje al simple acto de colocar palabras, una tras otra, para retratar un poco lo que se vive dentro de la cabeza de quien escribe. Y quizá ese sea mi lenguaje, la manera que tengo de acceder a mi inconsciente, la manifestación de sus tantas formas. Siempre he sido una persona distante, reservada, callada hasta cierto punto. Aprendí a restar antes que sumar y de ese modo me convertí en mi mejor amigo a temprana edad. Posteriormente aprendí a encajar en los grupos porque la sociedad así lo pedía. Entendí que dejar entrar a otros a mi círculo no implicaba algún tipo de obligación social, que cumplía una función más allá que la mera y simple cortesía de continuar una conversación que no tengo ganas de continuar y responder a preguntas molestas que para mí siempre fueron la base de la retórica de mi tiempo: «¿cómo estás?», «¿cómo te va?», «¿qué tal tu día?». Aún respondo a todas mintiendo. ¿Cómo estoy?, ¿cómo me va?, ¿qué tal mis días? Aún no lo sé. Sé que estoy vivo y poco más; sé que voy por la vida simplemente existiendo, pero no sé si lo hago bien o lo hago mal; y sé que mis días comienzan cuando sale el sol y terminan cuando éste se oculta. A veces pienso que tener todas las respuestas que me piden me ayudaría a no sentirme un asocial disfuncional, otras veces el no tenerlas me tranquiliza. Quizá por eso la vida me pesa tan poco. No me angustia lo incierto del futuro porque ya mi presente lo es. Si lo pienso bien, esta manera de pensar podría considerarse un tesoro en estos tiempos de reclusión y soledad.
Soy de esas personas que necesitan más tiempo a solas que el resto.
Mencioné al inconsciente hace un momento, y no por casualidad. Siendo este concepto y sus formaciones el centro de un seminario que ocupó nuestra atención por casi un año y tema central de esta pequeña reflexión que hoy escribo, me siento en la obligación de definir de la manera más clara y breve posible qué es lo que es.
Pues bien, podríamos decir que el inconsciente es un conjunto de deseos, tendencias, impulsos y motivaciones “latentes” presentes en las personas de una manera silenciosa, enigmática y desconocida para nosotros mismos, que suele manifestarse de las formas más diversas posibles. Lo que hemos aprendido durante estos dos años de formación, es que estos contenidos latentes tienen consecuencias decisivas en nuestro modo de sentir, de vincularnos y de padecer. Una especie de código oculto que actúa desde la sombra. El inconsciente y sus formaciones nos recuerdan que no somos dueños de nosotros mismos, y con esto lanzan la primera mirada sobre lo que muchos nos negamos a ver: nuestra propia vulnerabilidad y nuestras propias carencias.
Hasta donde conocemos, sabemos que las formaciones del inconsciente vienen disfrazadas de olvidos y lapsus, las equivocaciones de nombres, por ejemplo; de sueños, de chistes, de síntomas neuróticos; de pequeñas equivocaciones y fallas al hablar, al escribir o al actuar. Y es aquí donde puedo ver, más que en ningún otro lugar, las formaciones de mi propio inconsciente: en la escritura. Es gracias a ella que sé lo que sé que no sé de mí.
Mi intención no es elaborar un ensayo teórico, sino posicionarme desde mi lugar como analizando y hablar desde mi perspectiva, intentando reflejar un poco la manera en que estas formaciones, que parecieran surgir a raíz de un proceso imaginativo, se presentan frente a mí y provocan esos “clics” de los que tanto se hace alusión en la jerga psicoanalítica.
Espero conseguirlo.
Siempre que trato de animarme a escribir algo busco en mi cabeza teorías, definiciones, ejemplos, pequeñas experiencias a modo de imágenes que han sobrevivido de recuerdo en recuerdo, desde hace muchos años. La manera de visualizarlas es entrando en un teatro mental que construí especialmente para recluirme de todo y de todos. Puedo verlo como una enorme mansión blanca con un gran jardín y un pozo seco en él, rodeada de muros altos, casi impenetrables. La idea al construir esta pequeña mansión mental la tomé del libro Crónica del pájaro que da vuelta al mundo, de Haruki Murakami, y hoy estoy metido en ella hasta el fondo.
He empezado por las de la Universidad: me gusta comenzar por la gélida UPN. Sus recuerdos me cargan de energía. En uno de ellos aparece mi mano tratando de acariciar a un tlacuache peludo que abre el hocico en un ángulo de ciento veinte grados para intimidarme. En otro aparezco debajo de la tarima del Auditorio A, con el vestuario puesto, esperando mi turno para salir al escenario e imitar los pasos de baile de Michael Jackson. El último recuerdo me lo dejó un desconocido que subió un carrete de fotos a la página oficial de la Universidad. La foto es terrible, está pixelada y salpicada de agua, pero se distingue mi silueta: estoy flotando dentro del mar, con un salvavidas en forma de unicornio morado, siendo arrastrado por la corriente hacia el océano, con el cabello mojado y contemplo desde allí al puñado de alumnos ebrios que tratan de salir lo más presentables posible para la foto, olvidándose del pobre idiota que flota detrás, que no sabe nadar. El sol por el costado. Sonrío. Parezco muy feliz.
Lo curioso, es que el tlacuache jamás abrió el hocico, salió corriendo al verme; no era el Auditorio A donde presentamos la coreografía-homenaje al Rey del Pop, lo hicimos frente a toda la Universidad en el Auditorio Lauro Aguirre; y el salvavidas no era un unicornio morado, era un dragón amarillo con un cuerno, porque el otro se lo habían amputado y habían tapado el agujero con un simple parche para bicicletas; lo he corroborado un par de veces con excompañeros de la universidad, sin embargo, yo lo recuerdo clara y nítidamente como lo redacté.
Los recuerdos falseados han conseguido que mis manos arranquen a escribir como muchos otros días; no obstante, hoy traen algo más, una novedad, un hallazgo. Gracias al psicoanálisis, a las interpretaciones de mi analista, a las innumerables asociaciones libres que tejo sin parar cuando no estoy dormido y, ¿por qué no?, a las formaciones de mi propio inconsciente, he llegado a la conclusión de que en ninguno de estos falsos recuerdos tengo pinta de estar odiando a nadie. Lo pienso un poco y me doy cuenta que en estos últimos años tal vez era yo quien tenía la óptica averiada y miraba con fijación hacia lo feo. Supongo que quizá jamás haya odiado a la gente, tal como pensaba, sino únicamente el complejo manual de instrucciones que nos entregan a todos cuando venimos al mundo. No hace falta decir que ese manual a mí me lo entregó mi padre.
Me observo, por ejemplo, en los estudios de No Somos Nadie, donde compartí café con María Luisa Monterrey justo antes de hacerme una entrevista en vivo: nadie diría que odio la poesía. Sin embargo, creo que sí odio la teoría social de la poesía, aquella que dice que un escritor debe estar feliz y orgulloso incluso después de veinte años recitando poemas del mismo libro una y otra vez. No odio la poesía. Recordando estas escenas lo comprendo. Lo que detesto y me asquea es repetirla mecánicamente hasta la saciedad. Me molesta la idea de leer lo que escribo y prepararlo para volverlo a leer frente a un público y por eso he rechazado todos los recitales a los que he sido invitado.
Después de haber vivido por veinticinco años en París, Julio Ramón Ribeyro decía que no sabía explicar qué le gustaba de aquella ciudad. Pero tenía en claro una sola cosa: que ese lugar era algo suyo, «tan suyo como los pulmones o el páncreas»; sin embargo, trascendía a toda explicación posible. Es así como yo entiendo la escritura, la poesía, mis escritos: no alcanzo a entender cómo o por qué he escrito tal cosa, no sé qué razonamiento me ha impulsado para dejar dentro de un libro cierta letra; tampoco comprendo la mecánica que me mueve a continuar desarrollando todo esto. No obstante, sé que todo esto es mío. La escritura es ese lugar que no sé explicar pero que siento tan mío como los pulmones o el páncreas, al igual que un neurótico no sabe explicar el porqué de sus síntomas, pero están en él tan dentro y enraizados como las mismas entrañas.
Gracias a las formaciones de mi inconsciente, ahora sé que amo la escritura. Estas asociaciones me lo han mostrado.
Antes de volver a la realidad, cojo la fotografía que soy incapaz de no coger cada vez que visito mi mansión mental: es la de mi madre cogiéndome cuando yo era un bebé en mi primer cumpleaños. La encontré un día en una de mis usuales sesiones recostado sobre el diván y la guardé en mi cabeza. Esta foto es para mí una especie de talismán.
Aparto la vista de la pantalla del ordenador y me recuesto sobre el respaldo de mi silla. Miro mis dedos, largos y delgados, un poco desfigurados por el bolígrafo, las palmas gastadas, las arrugas que comienzan a invadir el dorso de mi mano y me pregunto qué será de mí dentro de unos años. No quiero envejecer odiando.
Me gustaría pensar que Maribel seguirá ahí cuando no me atreva a dormir solo en el piso de arriba. Cuando mi mente necesite repostar junto a los buenos recuerdos de aquella mansión y su pozo seco, y deba quedarme un minuto allí antes de poder cerrar los ojos y descansar. Me gustaría pensar que la tendré a ella y que me perdonará por haber odiado tanto en mi juventud.
Me imagino viejo, caminando por el jardín para estirar las piernas. En la biblioteca estarán las fotos de mis padres apoyadas sobre los libros, y quiero pensar que el papel fotográfico seguirá en buen estado para poder contemplarlas y recordar sus rostros.
Recordaré a mi madre, que se tomaba tiempo para enseñarme a cocinar después de llegar de trabajar al mediodía. Y a mi padre, que me sermoneaba por tatuarme la mitad del torso y las piernas, sentado en el taburete de la cocina.
Imagino que mi pequeño estudio será convertido en un despacho para Maribel, porque ahora mismo ella está despegando en su vida y yo estrellándome en la mía.
Limpiaremos el polvo que flota por todas partes, sacaremos los enormes acuarios, las bases de las peceras, y los altavoces Bose que tanto me gustan. Y quiero llegar a todo esto con ella, con mi amiga, con la menor carga de odio posible.
Supongo que Antonio seguirá por la ciudad para recordarme que realmente nunca odié a mis amigos, sino las teorías y normas de la amistad que por suerte él siempre boicoteó y se pasó por el forro de los huevos. Seguiremos siendo amigos y aún hablaremos de nuestros recuerdos de adolescentes y del discurso en mi examen profesional que casi me cuesta el título, el escrito favorito de Antonio:
No me hacen falta tantos amigos, no los necesito; ni por la red ni en el mundo real. Los amigos son un dolor de cabeza. Sostengo firmemente que ninguna amistad merece la pena si no puede mantenerse por e-mail, y la mayoría de las veces es mucho más agradable y rica en matices cuando se desarrolla a través de largos audios por Whatsapp. Y les prometo que no es mi orgullo tirano el que habla y se impone con fuerza aquí, mejor dicho, son los pilares de mis obsesiones. Sentido común. Pura supervivencia. Salir con vida de esta. Porque cuando estoy en una reunión descaminada, con un mal timing y un contenido lamentable, implica para mí pagar un costo que no tiene nada que envidiar a las antiguas torturas medievales.
Y de verdad espero llegar a todo esto con la menor carga de odio posible.
Reflexionar sobre el futuro de esta manera, quizá sea una locura, pero hoy sé, gracias al psicoanálisis, que ciertas locuras tienen la capacidad de fundirse con la realidad.
Sé que Maribel viste unos leggins negros y un suéter amarillo que me hipnotiza.
Sé que una vez estuve en la Universidad, en el mar, encerrado en un pozo seco y en mi mansión imaginaria.
Justamente estaba recordando aquellos lugares contemplando las viejas representaciones que guardo en mi mente cuando Maribel, que acababa de entrar por la puerta, deja caer su mochila, se tumba en la cama y me pregunta en qué estoy pensando.
Dejo de lado el ordenador, me levanto de mi silla ejecutiva y le contesto que paseaba por mi mansión, contemplando recuerdos para animarme a escribir. Recuerdos de mi infancia, de mis amigos y de la universidad. Pero sobre todo de mis sesiones en el diván, de cuando me permití ser humano y aceptar mis carencias. Le digo que miraba en retrospectiva para recordar aquel día que volé por primera vez y miré aquel cielo donde había un infinito azul en el que me perdí y entendí un par de cosas. Y desde aquel avión me saludaban las nubes.
Le cuento que hoy he entendido, al escribir este breve ensayo, que lo que más odio en el mundo son las putas teorías. Las teorías y el absurdo manual de instrucciones que nos obligaron a leer cuando llegamos aquí. Ella se ríe; ha perdido la cuenta de las veces que le he dicho esto. Le pregunto, extrañado: «¿tantas?». «Tantísimas, sí», responde.
Le aseguro que, además de eso, ya apenas odio nada, que he cambiado, y que solo detesto las normas de la realidad que conocemos: la maldita teoría que rige el paso atemporal en nuestro inconsciente, y que por ende decide que no somos dueños de nosotros mismos.
Sobre el autor

Joel Estrada es licenciado en Pedagogía por la Universidad Pedagógica Nacional de la Ciudad de México y actualmente está realizando su formación en Psicoanálisis en el Círculo Psicoanalítico Mexicano. Ha publicado la serie Ceniza y Tinta, conformada por las antologías poéticas A pesar de sus pedazos (2016), Con Amor y Odio (2019) y, para este año, tiene proyectado publicar Kintsugi, el tercer y último libro de la serie. Joel Estrada lleva un ritmo de producción literaria activo y se le puede continuar leyendo en su blog de WordPress y en el blog oficial de Sexta Fórmula.