Sexta Fórmula

Mes siete después de ti – Ernesto Pérez Vallejo

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Ernesto Pérez Vallejo nació en 1979. Vive en un pueblo pequeño de Cádiz: Campamento-San Roque. Escribe desde muy pequeño para salir ileso. Canta mal y en la ducha, no sabe tocar ningún instrumento, ni hacer muñecos graciosos con plastilina. Le gusta el mar desde fuera y el amor desde muy dentro. Su superhéroe favorito es su padre, su color preferido, el azul daltónico. De mayor siempre quiso ser hombre y a veces cree que está a punto de conseguirlo. Sueña siempre pero solo lo recuerda si son sueños eróticos. Le gusta Bukowski, con él aprendió lo amplia que puede ser la literatura y lo fácil que es amarla lejos de los colegios. Odia las multitudes, el exceso de poder y de maquillaje, la música alta en los coches, cualquier guerra que no sea de almohadas, cualquier almohada que no sea compartida. Pero sobre todo, odia odiar. Ama la vida. Piensa que hay pocas cosas más crueles que la duda y también duda de eso. Si alguien le preguntara, hoy o mañana, qué es lo que más le sorprende del mundo, diría sin pensarlo dos veces: Que alguien se detenga a leerme. Así que, en su nombre, otra vez, gracias por la sorpresa.

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Decía Daniel, un “amigo”, que si vas al cine con una chica y te enteras de la trama, eso no es amor. Esperando en la cola, Ariadna y yo dudábamos qué película escoger. Teníamos gustos totalmente contrarios. Por poner un ejemplo contundente, a ella le gustaba yo. Había un par de comedias; a mí es complicado hacerme reír, aunque cierta persona tenía una facilidad inmensa. Ahora se llama «cierta persona». Dice la psicóloga que, si le robas el nombre, olvidas la esencia. Supongo que a la psicóloga no la han abandonado nunca. Que lo más importante que ha llegado a olvidar es una cita con el dentista y tal vez a conciencia.

En cartelera abundaba la acción, quizá era lo que necesitábamos Ariadna y yo: ella un poco de músculo y yo un tanto de sangre. Entre disparo y disparo sus muslos podrían enseñarme que la verdadera acción no estaba en la pantalla sino en las butacas. También había un par de películas de terror; supuse que si ella se mantenía a mi lado después de los orgasmos, a ver qué coño iba a poder asustarla.

Sus orgasmos merecen mención aparte. Parece que invoca a los espíritus del placer. Gime como si cantara en la ducha. Tiembla como un perro abandonado en la lluvia. Y luego ríe, se ilumina, parpadea en luces que desafían a los colores que existen. Y sigue riendo, tanto, que follar más que amor, parece un chiste. Luego se aprieta, se pone dura como una roca y pronuncia alguna frase despectiva mientras hace círculos con la pelvis, como si bailara una canción dentro del mar. Como si yo fuera el mar y ella entrara y saliera de él sucesivamente hasta conseguir la ola perfecta, la que arrasa con todo para comenzar de nuevo.

Como dos adolescentes escogimos la última fila. Sólo nos faltaba el acné, teníamos la mala educación y las palomitas. Teníamos las manos llenas de caricias llamadas por la oscuridad de la sala. Ariadna se había recogido el pelo, no hubo una actriz capaz de eclipsarla durante toda la película, ni paisaje que sedujera más que su vestido de flores subido más allá de los pecados, ni pelea tan intensa como para ignorar la guerra de besos, ni músculos que le hicieran ignorar lo afilado de mis costillas, ni sangre capaz de competir con el rojo de sus pómulos.

No, no hubo película. Supongo que Daniel, aquel “amigo”, no dudaría en llamarlo amor. Yo ni siquiera, había encontrado una palabra para definirlo todavía. Y Ariadna sólo pensaba en llegar a casa y hacerme pez. Dos veces.

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