Ariadna ya no es la chica que sonreía sin parar. No es la misma que giraba a la misma velocidad que el mundo. Ahora se te planta enfrente y te mira a los ojos como si pudiera arrancarlos en dos parpadeos. Ahora hace preguntas que me obligan a mentir. Me acusa incluso de cierto pasotismo. En algunas cosas me recuerda a ti, sobre todo en la prisa, en el “ya”, en el “ahora” y en el “porque a mí me sale del coño”. Está dispuesta a cambiarme, debe haberse acordado del molde del hombre con el que ella soñaba cuando era más joven y no debo parecerme una mierda. A veces me pregunto cómo he llegado aquí, cómo soy tan imbécil de empezar una relación nueva sin ni siquiera haber sido capaz de acabar del todo con la anterior. Supongo que no sé estar solo, que no me soporto. Hay una diferencia tremenda entre estar y sentirse solo. Ayer, por ejemplo, en su cumpleaños, rodeado de gente, me sentía solo. Casi siempre la soledad depende solamente de una persona. Si no estás con ella, con tu elegida, da igual que estés en medio de un concierto: la soledad te aplasta.
No es que yo necesite estar a toda costa con cierta persona. He aprendido en este tiempo que el amor está hecho de estados, de lo que otra persona consigue activar en ti. No te enamoras de una mujer, lo haces de ti mismo pero ese amor propio sólo lo consigues con ella. Cierta persona me hacía feliz y yo amaba a cierta persona por la felicidad en la que me hallaba. Pero si ella viniera ahora ya jamás llegaríamos de nuevo a ese estado. Habría un muro de reproches demasiado grande como para poder saltarlo a base de sonrisas y cosquillas por dentro de la piel.
Ariadna llegó con otros estados y en ciertos momentos he llegado a amarme a través de ella, pero no ha conseguido que no me sienta solo. No es su culpa. El amor es como un tablero y hay que avanzar por él para llegar a la meta, eso nos han enseñado. Pero nadie realmente ha dicho que la meta es una puta mierda. Eso Ariadna no lo sabe y lanza el dado en mi pecho y siempre saca seis y de golpe me habla de que si tenemos una niña quiere que lleve su nombre y yo miro hacia atrás, a la casilla de salida, y me quedo allí parado echando de menos el comienzo de todo, con miedo a seguir hacia adelante, a veces por vértigo y otras por principios.
Mis principios son sus finales. Siempre ha ocurrido así. A veces una nota, otras un portazo, otras nada. Como cuando se apaga una hoguera por una racha de viento. Ariadna también se irá, lo hará en el momento que sepa que los dados de mi vida tienen truco, que no puedo ir hacia adelante porque yo sí conozco la meta.
Me ha costado once meses averiguar que cierta persona no se fue por falta de amor hacia mí, lo hizo porque tal y como debe ser, se amaba a ella por encima de lo nuestro y, seguramente, en alguna casilla bastante más avanzada de donde me encontraba yo, ella también se sentía sola.
Cierto que, tras su marcha, hubiera corrido por el tablero hasta dar con ella y de un abrazo interminable conseguir avanzar hasta ponerle fecha a una boda. Cierto es que cuando te das cuenta de que tu felicidad se ha ido a la mierda, echas de menos los dados y pides un nuevo lanzamiento como quien pide disculpas con lluvia en el pecho. Cierto es que en el momento del abandono, la meta te parece el mejor lugar del mundo, porque el mundo, el de verdad, era el que a cierta persona le bailaba en la mano y en la risa.
Con ella yo nunca me sentí solo y era bastante feliz y eso es lo que echo de menos, ese estado. Esa sensación de tener relámpagos en los bolsillos, música en las vértebras, posdatas de amor entre los labios. Esa bendita magia de sonreír sin motivo y de motivar sus sonrisas. Esa impresión de vivir en un continuo orgasmo. Aunque suene egoísta, sigo completamente enamorado del hombre que conseguí ser con cierta persona. A ella, como ya he dicho, ya ni siquiera la espero, ya ni siquiera la odio.