Sexta Fórmula

Mes ocho después de ti – Ernesto Pérez Vallejo

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Ernesto Pérez Vallejo nació en 1979. Vive en un pueblo pequeño de Cádiz: Campamento-San Roque. Escribe desde muy pequeño para salir ileso. Canta mal y en la ducha, no sabe tocar ningún instrumento, ni hacer muñecos graciosos con plastilina. Le gusta el mar desde fuera y el amor desde muy dentro. Su superhéroe favorito es su padre, su color preferido, el azul daltónico. De mayor siempre quiso ser hombre y a veces cree que está a punto de conseguirlo. Sueña siempre pero solo lo recuerda si son sueños eróticos. Le gusta Bukowski, con él aprendió lo amplia que puede ser la literatura y lo fácil que es amarla lejos de los colegios. Odia las multitudes, el exceso de poder y de maquillaje, la música alta en los coches, cualquier guerra que no sea de almohadas, cualquier almohada que no sea compartida. Pero sobre todo, odia odiar. Ama la vida. Piensa que hay pocas cosas más crueles que la duda y también duda de eso. Si alguien le preguntara, hoy o mañana, qué es lo que más le sorprende del mundo, diría sin pensarlo dos veces: Que alguien se detenga a leerme. Así que, en su nombre, otra vez, gracias por la sorpresa.

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Antes de cierta persona estuvo Paula. Paula, la mujer eclipse. La llamaba así por su culo. No había ni luna, ni sol, si estaba delante. Ni estrellas, ni nubes, ni vida inteligente a cien metros de distancia de sus prominentes nalgas. Paula me mostró que las matemáticas no eran tan exactas. Que si sumabas su edad y la mía, siempre daba quince. Con ella siempre fui un niño, un niño de sueños intactos y hambre confusa. Que como no podía comerme el mundo le comía el coño y, sinceramente, tampoco había tanta diferencia.

Paula se acercó una noche y se quedó diez meses. Me dijo que ni siquiera le gustaba, simplemente me vio una persona tan triste que supo que era sencillo hacerme feliz. Y cuando una persona consigue la felicidad de otro, esta proyecta la suya.

—El amor es así —decía—. Amas lo que te hace bien a ti mismo. No lo llamaría egoísmo, pero casi. Hacer que sonrías es como conseguir acariciar un león sin que te muerda. Es sencillo domesticar a un perro. Todos esos —decía señalando a la multitud— dejan de ladrar en cuanto me contoneo un poco. Tú, en cambio, no alteras la mueca hasta que no te hago cosquillas en el alma. Te quiero porque quererme contigo es complicado, pero cuando lo consigo me quiero mucho. No es efímero. No dura un polvo, ni un beso. Tu sonrisa es un tatuaje que eriza la piel.

Pero la tinta duró hasta que halló a otro tipo triste. La realidad es que hay demasiada gente apenada en el mundo. Así que decidió dejarme y lo hizo más triste de lo que estaba a su llegada, pero ya no hallaba heroicidad en cambiarme el gesto. Ya era rutina. Supongo que había sonreído demasiadas veces seguidas con su culo cerca y se perdió la magia. La magia deja de ser un acto maravilloso cuando te sabes el truco.

Me he acordado de Paula y no de cierta persona, mientras Ariadna estaba en la cocina preparando la cena. No he sonreído por el triunfo. Sinceramente no estoy seguro de si me estoy curando o si estoy enfermo dos veces.

La luna sobre la terraza me recuerda que sin Paula no hay eclipse. Que sin cierta persona no hay dudas de quién brilla más. Ojalá Ariadna, cuando vuelva, no haya preparado postre. Lo único que tengo claro, es que tengo muchas ganas de volver a sonreír.

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