Hace un embarazo que te fuiste, ha salido a ti. Tiene tus ojos y tu mala leche. Posee esa inercia de hacerse invisible cuando más la necesito. Tiene tus muecas y tu pelo, tu luz y tu sombra, tu cara y mi cruz. De mí sólo ha sacado ese hambre de estar agarrado siempre a tus pechos. Y a veces también llora como yo, sin ruido, por dentro. La queja muda.
Tú, que a lo máximo que aspirabas era a un gato de esos callejeros, que solía comerse los restos de la cena, de esos atigrados a los que siempre le ponías nombres mitológicos y que acababa desapareciendo por arte de magia. Y ahora dejas sobre la alfombra algo que nos pertenece a ambos, que ha pataleado más en mi vientre que en el tuyo y que no quiere desaparecer, que se agarra a mis tobillos y me pesa por la habitaciones donde fuimos felices.
No le gustan las caricias y repele los besos. Si silbo tu canción preferida se duerme. Si digo tu nombre se gira y me mira a los ojos, como si fuera culpable del vacío que nos alberga. No la quiero. No me duele si tropieza. La observo con más indiferencia que cariño, con más odio que amor. La dejo abandonada y la olvido cada vez que me da por sonreír.
Aunque sí, también tengo mis debilidades y a veces la recojo del suelo y la beso en la nada. La arropo y la dejo entrar en mi pecho, o subirme por la piel hasta que tu recuerdo me hace cosquillas en el olvido. Supongo que no estoy preparado todavía para desprenderme de ella.
Como no estabas he elegido yo el nombre. Se llama Ausencia y estoy deseando que aprenda a andar para ver cómo se aleja.