Si perdonar es olvidar, te pido perdón si nunca acepto tus disculpas. Hablo en el hipotético caso de que, un día cualquiera, aparezcas con el arrepentimiento entre los labios y dices perdón con la boca pequeña, como cuando pedías un segundo helado. Hace unos meses quería borrarte de mi vida, tener la capacidad de destruir tus recuerdos. Que existieras era un lastre, un peso enorme e invisible que viajaba conmigo. Era duro llevarte a cuestas y no poder tocarte, jodido aceptar tu compañía sin que hicieras acto de presencia, un fracaso sin medidas que estuvieras sin estar, que vivieras sin vivirme y que murieras sin matarme.
Sin embargo, ahora creo que no necesito olvidarte, es más, pienso que hacerlo sería como arrancar el mejor capítulo del libro de mi vida. Luego, al leerme sin esas páginas, ni siquiera sabría lo que es la verdadera felicidad. Y tampoco lo que es estar en el más profundo infierno. Y ambas cosas son necesarias. Quiero saber quién soy y es indudable que para llegar a ese conocimiento tengo que decir tu nombre en voz alta. Que para saber de dónde vengo es más importante hacer mención a tu cintura que a mi barrio, que para tener cierta idea de dónde quiero estar tengo que cerrarte las piernas en los huecos de mi memoria donde aún perviertes a la lluvia.
Te necesito, necesito tu peso invisible y tu adiós sin portazo, tu ausente compañía y tu maleta de ruedas girando la curva que cerraba una vida, tu vivir sin matarme y mi morir sin vivirte. Necesito que existas, saber quién fuiste para que el puto espejo del baño me diga quién soy. Y, sobre todo, me diga por qué.
Y no, no podría nunca aceptar tu perdón, porque no es sólo que no quiera olvidarte, es que ni siquiera podría.