Se llama Ariadna. Ni siquiera se lo pregunté yo. Fue antes de los dos besos. Sonaba bien. Lo dije voz alta: «Ariadna», como quien está de acuerdo con un precio. Ella sonrió. Es la primera chica que me sonríe desde que te fuiste. También juraría que es la primera que me ve. No que me mira. Las miradas van y vienen. Desfilas por los ojos de cualquiera en un momento pero eso no significan que te vean.
Me ha dicho algo sobre un concierto, sobre una fiesta y sobre un recital de poesía. Al final sólo la palabra «casa» ha conseguido activarme. Vive sola. Bueno, tiene una tortuga, dice que le encanta que la vida vaya despacio.
Nos hemos besado y te juro que no he pensado en ti. Tiene la piel suave. Soplas en sus hombros y se le caen los tirantes del sujetador. Resbala en cada caricia. Crees haberla perdido en un roce y, de golpe, está otra vez ahí. Tengo en las manos su ausencia y su cuerpo casi a la misma vez. Y no he pensado en ti. Ha mordido mi labio con tanta fuerza que me han dolido los siguientes besos. Ha clavado sus uñas en mi pecho como si buscara un latido que rimara con su nombre y ha ahogado mis suspiros con sus tetas como si fuera de su propiedad el aire que respiro. Y no me he acordado de ti.
No he sentido la culpa de ser feliz sin tu boca, y al no sentir la culpa me he sentido culpable. He buscado la herida de tu ausencia y la he abierto de par en par, como si echara de menos el dolor que dejaste. Como si mi vida sin él fuera mi vida sin ti. Como si al dolerme todavía, una parte tuya estuviera conmigo. He sentido el miedo de perderte por siempre. Y me he marchado de casa de Ariadna mientras ella dormía. Despacio. Como una tortuga.
De camino a mi hogar la he pensado, despertando confusa, buscando mi rostro en su colchón.
Y ahí sí que me he acordado de ti.
Y he suspirado como un estúpido aliviado por la tristeza.