De pequeño jugaba a un juego muy simple. Uno se la quedaba y tenía que intentar coger a los demás. Había un lugar o varios, denominado casa o taco, donde estabas a salvo y no te podían coger. Recuerdo que yo era de los más valientes. Quiero decir que pasaba más tiempo fuera del refugio que dentro. Confiaba mucho en mí mismo. La mayoría se bajaba tres segundos y volvían al taco. Además casi siempre lo hacían cuando el individuo encargado de cogerte estaba lejos o de espaldas. Yo me sentía a salvo estando conmigo. Me creía, supongo, mi propia casa.
Ha pasado mucho tiempo de aquello, pero me he vuelto a acordar de esa época. Ahora han cambiado las cosas. Ya no confío nada en mí y me siento mi mayor enemigo. En el centro no hay un niño gordito y con gafas, en el centro está el mundo y te mira amenazante sabiendo que te tiene cogido por los huevos; que si te da la espalda se llama rechazo y no distracción, y que el único lugar que puede recordarme al taco o a casa eres tú y ya no estás. Sin ti no he vuelto a sentirme a salvo. Sin ti estoy esperando que alguien me diga que me toca quedarme en el medio y sinceramente que, si no es a ti, no quiero tocar a nadie. Ni sé a quién perseguir.
Pero tú ya estarás en tu refugio. Y ni siquiera tendrás ganas de jugar. Como mucho bajarás si te doy la espalda. O pasarás por mi lado con la cabeza alta diciéndome sin palabras que ya no estás a mi alcance. Que aunque estire la mano no puedo tocarte. Que aunque vuelva al pasado, ya no siento tu piel.
Supongo que he vuelto a la infancia incitado por el vacío, para ser consciente de que se ha terminado el juego. Y que he perdido.