Nunca te dejé. Todavía estamos en esa calle, sonriendo.
Roberto Chávez.
Nunca te dejé.
Todavía estamos en esa calle,
sonriendo.
Aún viajamos al edén en esa cama y en el sofá;
en la silla,
en la mesa,
en el salón,
incluso —y fue cuando más libres nos sentimos—
en la habitación del hijo de Mirna.
Aquel día arruinamos la almohada.
Nunca te dejé.
Fuiste tú quien huyó de aquí.
Me negaste el placer del roce de tus manos y me negaste tus labios,
también.
Dejaste un agujero en el porvenir,
pero puedo vivir con ello.
En aquel momento, perdí toda la fe,
me rompí en pedazos.
Tu lengua fue látigo en la cruel despedida
y el eco de tus pasos,
el crujir de esos pedazos al caer.
Nunca te dejé.
Todavía me disculpo por lo de Ana.
De hecho, perdón por lo de Ana.
Perdón por el dolor.
Perdón por mis dedos de pianista,
que ya no pueden tocar el piano de tu deseo
y hacer que todo marche bien.
Nunca te dejé.
Veo tu rostro flotando esta madrugada,
deambulando por mis fantasmas.
Veo sus caras, están corriendo.
Ellos saben lo nuestro y lo de Ana.
Lo siento.
Me disculpo de nuevo.
Me avergüenzo pero,
¿quién puede ayudarme ahora?
Esos fantasmas no dejan de mirar mi desorden.
Veo sus caras.
Veo sus caras.
Estoy a punto de estallar,
deseoso de la calidez de alguna amiga bajo mis sábanas.
Sé que no debí haberla llamado.
Pero tuve que mentir sobre ti y sobre mí.
Sí, mentí sobre ti y sobre mí.
Mentí sobre ti y sobre mí.
Mentí sobre ti y sobre mí.
Joel Estrada