Al otro lado hay un poeta. Ella se mira al espejo, se da los últimos toques, se ajusta el vestido; revisa bien los pendientes. Sonríe como estrella de revista. Se ve preciosa, claro; incluso dentro del orgullo más profundo es imposible no admitir que es hermosa. Tan o más hermosa que las huellas que deja, que el futuro que tiene por delante. La habitación no es tan grande ni tan pequeña; modesta, como el palco de un magnate. Decorada de recuerdos y sombras, a juego con las luces de sus ojos y de esa sonrisa que hace de cualquier cubículo indecente, la mejor suite digna de un hotel de lujo. A ciencia cierta, la habitación es hermosa por ella. Y ella es hermosa por mérito propio.
Al otro lado hay un poeta. Su madre no puede estar más orgullosa. La abraza como despidiéndose de ella, mientras ella lucha por no llorar, a riesgo de arruinarse el maquillaje. En su diario había señalado este como el mejor día de su vida. Despertó con el corazón a punto de salirle del pecho y revisó su reloj. Siempre es demasiado tarde para comenzar el mejor día de tu vida. Al otro lado, una ciudad se derrumba. Los escombros no hacen ruido, sino que susurran su derrota y la aceptan cabizbajos. Un poema vuela, un verso sangra sus palabras; se derraman las letras como suicidas que se tiran desde un acantilado. Nadie le dijo a ella que había una sombra creciendo a sus espaldas. Pero no tiene por qué saberlo. Quizá sea mejor así.
Al otro lado hay un poeta que la observa. Ella llega en un carro flamante, adornado con rosas blancas, justo a la hora indicada, para marcar la vida de dos hombres al mismo tiempo: a uno para hacerlo el más feliz del mundo; a otro, para terminarle de hundir la estaca hasta el fondo de su alma. Todos aplauden y el interior del templo la recibe con aquella canción de matrimonio. El poeta, desde lejos, jura que aquel beso le dolió tanto como el «sí, acepto» de ella. Se miró las manos, sin duda más vacías que nunca. Y para cuando quiso odiarla, le faltaron fuerzas.
Él regresó a casa para escribir esto, mientras que ella se fue a estrenar una de esas vidas que sólo se cuentan al final de las novelas. A sus espaldas, el pasado y una noche cerrada caía. Él siempre supo que aquel día llegaría tarde o temprano. Que ella sería feliz, que alguien llegaría a amarla bien, a dar la talla mientras que al otro lado —pero esto es algo que ella nunca supo— siempre habría un poeta.