Me digo que sí.
Que sí mil veces.
Que la quinta o la sexta es la vencida.
Que es imposible que no regrese a un lugar donde una vez me acribillaron de abrazos que ahora ya no puedo recordar.
Me repito en mi cabeza el sinfín de palabras que nunca llegué a decirte como: “No te vayas, mi vida aún no está lista”, “Te quiero tanto que duele hasta en las costillas que no tengo” y “Si te marchas ahora, cada día de mi vida será un eterno vaivén de balas que entrarán a mi pecho y nunca saldrán”.
Pero nunca te las dije, y estoy segura de que no lo haré.
Y es cuando me digo que sí, qué imbécil fui al dejarte.
Pero quien no se quiere llevar trozos del alma se queda
sin razones para explicar,
se construye una casa de campaña y arma un chaleco de antibalas fuera
de nuestro ventanal y sonríe,
una maldita sonrisa que nos persigue
recordando que lo hemos jodido todo.
Que sí. Que hoy no es mañana y el ayer no volverá a pasar.
Que te has marchado de mi camino para ir a tropezarte con una piedra
que no deja de enamorarte,
de hacer todas esas cosas que yo no pude hacer.
Me digo que sí.
Que me lancé a la deriva para ver quién me atrapa en el trayecto,
esperando caer en los brazos adecuados.
En tus brazos.
Que sí, que sí, que sí.
Que más vale tener el corazón lleno de rasguños que una piedra a prueba
de despedidas que arden en la garganta.
Así que, si estás leyendo esto por coincidencia, destino, o como le quieras
llamar: sí.
Hazlo de una puñetera vez
y déjate la vida en ello.

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