Sexta Fórmula

Maida Sola – Fernando Ampuero

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Es probable que Maida Sola no lo presumiese nunca; es probable también que su anormal obstinación la condujera a tan mal fin. Todo es factible, y no existen pruebas sólidamente establecidas. A ello se debe que su caso no sea comprendido por todos. Yo, en cambio, lo comprendo bien, porque no me limito a una sola fuente. He oído a los testigos, he cotejado versiones y, sobre todo, he atendido a otras voces, aquellas que suelen merecer el desprecio y la sonrisa esquiva.

Quienes la conocieron solo osan precisar que Maida contaba veintinueve años, era casta y sus tres hermanas la reñían a menudo. Su castidad era el motivo de la discordia. No obstante, no lograban erradicar ese concepto obtuso, legado por su difunta madre, que según ellas le negaba una posición social y una vida más desahogada. Quizá el hecho de alternar en un círculo emancipado hizo que Maida, cansada de arrastrar el ala, sopesara su desamparo; quizá meditó la posibilidad de renunciar. Sea como fuere, no procedió a tiempo. El incidente sobrevino de un modo violento e irreversible.

Ocurrió un sábado. Aquella mañana, como tantas otras, Maida decidió ir al centro de compras y subió a un vacío y desvencijado microbús. Al principio le pareció insólito que en día tan movido no hubiera pasajeros, y llamó aún más su atención que estos no abordaran el vehículo en otros paraderos, pero, proclive a cierto educado desinterés, olvidó pronto su sorpresa.

El chofer lucía un aire de diáfana cordialidad. Maida le sonrió y, avanzando por el pasillo, eligió sin prisa los asientos posteriores. No había siquiera terminado de acomodar el bolso en su regazo cuando percibió que alguien se reclinaba intencionadamente contra sus piernas y le frotaba las nalgas. Tenso el busto, Maida se sintió sofocar; pero luego se calmó. Cambiando de asiento, y con inexplicable regocijo, lo atribuyó todo a su imaginación. Así, de esa absurda manera, pensó durante media hora, aun cuando llegando a su destino, al momento de bajar, la indispuso un oscuro sobresalto. Le había dicho al chofer, alargando el brazo: «Cóbrese dos», y se marchó corriendo. Naturalmente el chofer estuvo un buen rato perplejo.

Luego, acudió a un banco. Retiró gran parte de sus ahorros, una suma demasiado alta, considerando sus anteriores visitas a tiendas, y compró medias de nylon, lociones importadas y vanos accesorios domésticos, y, cerca del mediodía, ingresó a una fonda. Acto continuo, solicitó seis sillas y seis menús y comió muy modosa y sonriente sosteniendo señas y miradas impertinentes y pagó la cuenta de los platos intactos y se esfumó. Al parecer, ya sometida por completo al fenómeno, se divertía como nunca y pensaba que jamás la habían cortejado con aquella enfermiza insistencia.

Al caer la tarde, en tanto se hundía el sol en el horizonte, Maida, cargada de paquetes, permaneció algunos minutos en la plaza San Martín, asediada por un conjunto de figuras invisibles. Es dable conjeturar que estas la invitaran a distraerse y Maida aceptara encantada. Desconozco eso. En cualquier caso, me aseguran que se encaminó al cine Colón, en el preciso instante en que abrían para la vermut, y Maida le indicó a la señorita boletera que le vendiese todo lo disponible. La señorita dudó, hizo la consulta en cuestión y, tan pronto contó el dinero que suponía la taquilla completa, entregó las entradas. De aquel modo, Maida gozó en compañía de sus pertinaces admiradores y prodigó un sinfín de comentarios intrascendentes. El filme era insoportable, pero a esas alturas ella ya lo veía todo maravilloso. Rio a mares, devoró chocolatines y más de una vez concedió, entre púdicos pestañeos, un beso en la mejilla.

Terminada la función, apenas pude averiguar que se extravió en el gentío enajenado de La Colmena y no se tuvo noticias suyas por varios días. Sus hermanas, desesperadas, iniciaron una búsqueda infructuosa. Una semana después, en horas de la madrugada, se apersonaron al lugar de la desgracia e identificaron los restos. Maida Sola había muerto.

Añadiré, para concluir, una escena que se conoce poco. Cuando el jue instructor ordenó levantar el cadáver, abandonado en un terreno baldío, se mostró incrédulo e indignado ante la certificación del forense. Figuraba ahí —y todavía figura— que la víctima «sufrió el lascivo ataque de cinco individuos». El médico, sobrecogido, repuso que había inventado aquella cifra para paliar el escándalo. No convenía especificar: una multitud.

Sobre el autor

Fernando Pedro Ampuero del Bosque es un periodista y escritor peruano, que ha practicado los géneros más diversos: cuento, novela, teatro, ensayo, crónica, poesía.

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