Lo primero que uno ve en tu cuerpo no son tus senos plateados, ni tus caderas que parecen un jardín, ni tampoco la osadía de tus brazos largos o la firmeza de tus piernas análogas, mucho menos el puñado de mariposas que se abaten en tu espalda, o el sinfín de historias que hacen huelga sobre el grosor de tu boca juiciosa. Lo que uno observa cuando te prestas al camino y a la hora, es el estilo sutil de tus ojos que, como relámpago, atrapa el alma y la aterriza en un recuerdo que alarga la boca y vuelve tormenta la sangre.
Jesús Gómez