Sexta Fórmula

La venta – Susana Astorga

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No sé a dónde nos dirigimos. Nos sacaron antes del amanecer de nuestras chozas sin ninguna explicación, únicamente oíamos los gritos del capataz quien, con látigo en mano, nos obligaba a salir rápido y subir a una carreta de madera gris. Todos subimos asustados, sin saber cuál sería nuestro destino, y ahí todos apiñados partimos hacia un camino plagado de incertidumbre. La madera sobre la que iba sentada hacía que me doliera el cuerpo; sin embargo, a pesar de la incómoda posición, no me atreví a moverme durante el trayecto desde la plantación en la que vivía hasta nuestro destino final. Temía despertar a mis hijos; ellos dormían profundamente apretados contra mí, a pesar de lo que ocurría a su alrededor.

—Pueden dormir porque son inocentes —dijo el cochero, esclavo también, mientras cogía los estribos de los caballos—, ellos no entienden nada aún de miseria y abusos.

Eran cuatro pequeños los que me acompañaban ese día, no sé cuántos años tendrían, ni siquiera sabía mi propia edad, aunque todos ellos ya tenían los años suficientes para hacer algunas labores ya sea en el campo o en la casa del amo. Los observé un instante con lágrimas en los ojos y un vacío en el estómago por el miedo y la angustia de lo que nos depararía la vida, a nosotros, cinco negros considerados sin alma y sin sentimientos como decían los blancos en la casa del patrón.

Súbitamente, como despertando de un sueño, me di cuenta de que habíamos llegado a la ciudad, y nuestra carreta se detuvo frente a una calle que terminaba en un río. De pronto, el capataz gritó que bajáramos, mientras yo desesperada trataba de despertar a mis pequeños temiendo que los golpeara por no obedecer inmediatamente. Todos ellos, amodorrados, no entendían lo que pasaba, pero con ese instinto de supervivencia que tenemos los esclavos reaccionaron y empezaron a bajar.

—¡Vamos, hijo, vamos! —les pedí desesperada.

—¿A dónde? —me preguntó el más pequeño.

—No lo sé —les respondí, mientras los ayudaba a bajar deprisa de la carreta.

Cuando ayudaba a otro de mis pequeños noté, con el rabillo del ojo, cómo el capataz regresó y tomó en vilo al más chiquito, arrojándolo contra el piso mientras, impotente, veía toda la escena.

—Apúrate, negro de betún —rugió, mientras los hermanitos saltaban despavoridos fuera de la carreta.

Y llorando y cojeando se levantó del suelo, mientras otro de los esclavos que estaba conmigo me jalaba del brazo diciendo:

—Camina, hermana. Él te seguirá.

Y yo, con el corazón desgarrado, empecé a caminar, mientras mi niño asustado cojeaba detrás de mí. Y ahí, frente a nosotros, estaba la horrible calle Comercio, muda testigo de las miserias de la humanidad, observando mi dolor. Nos colocaron en fila a un lado, sobre una especie de mesa para que pudiéramos ser observados mejor por los compradores. Desde ahí pude ver un barco en el río, del cual desembarcaban, apenas tapados algunos y otros desnudos, esclavos recién traídos África.

Recuerdo haber estado parada cuando pasó esta inmensa fila de hombres, mujeres y niños encadenados, con el rostro marcado por el miedo y el dolor, de haber sido arrancados de su tierra, de sus reinos, de sus familias, de la vida que por derecho les correspondía, y traídos a esta parte del mundo para servir hasta morir.

Conforme iba pasando esta larga procesión, escuché cuando empezaron a ofrecer a mis hijos como simple mercancía. ¿Por qué? Yo había sido una buena esclava, mis hijos también, ¿por qué, si ellos mismos son hijos del capataz, del amo? Solo cuando vi que tomaron al primero de mis niños y se lo llevaron pude salir del trance en el que me encontraba, y brotó un lamento en mi interior que no cesó hasta mi muerte. Cogí de las manos a los hijos que me quedaban y los pegué contra mí, tratando de fundirme con ellos para que no pudieran separarnos. Mientras tanto, escuchaba cómo los ofrecían, como si fueran animales.

—¡Vean a la madre! —decían—. ¡Saludable y robusta!

Luego me jalaron, tomando mi rostro, obligándome a mostrar los dientes, mientras derramaba en silencio profusas lagrimas queriendo morir ahí mismo con todos mis pequeños.

Poco a poco fueron llevándoselos, y yo sentía un dolor desde lo más profundo de mis entrañas. Cuando quedó el más pequeño, me arrojé sobre los pies del capataz, con ese lamento que solo tenemos las madres, suplicándole que lo dejara conmigo o que me vendiera con él, y él en respuesta me golpeó sin piedad hasta que perdí el conocimiento mientras se llevaban a mi niño. Fue la última vez que lo vi.

Sobre la autora

Soy Susana, abogada de profesión, madre de tres niños traviesos por convicción. Amante de la historia, de los libros y del buen café.

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