Moría de ganas por contarte, pero me avergonzaba pensar que sospecharas que estaba inventando todo. Vamos, que esto es como si un día tu perro se come tu tarea: lo más probable es que el profe te crea cualquier cosa, pero nunca esa historia tan manida. Pero sí. La otra noche soñé que te besaba.
No es, desde luego, poca cosa. La primera vez que junté mis labios con los de alguien más fue algo muy desagradable. No para mí, aclaro. Para mí sólo fue un poco extraño. El problema fue que no sabía qué hacer con ninguna de las partes que estuvieron involucradas en ello. Sé que fue desagradable, porque justo al terminar la chica se limpió desde la nariz hasta la barbilla y me cortó dos días después. Yo tenía 14 años, ella 15. Mi impericia resultó imperdonable.
De ahí en más, todo fue más error que ensayo. Tuve que cumplir los 19 para entender por fin lo que era un beso. Ajá, ya sé. Suena como a ese horrible arjonismo que sugiere que «coger» y «hacer el amor» no son la misma cosa. Pero es que mira, uno coge porque es necesario, porque es divertido, porque hace bien, porque el cuerpo necesita endorfinas, porque hay que ser sociable, porque hay conversaciones que no van a ninguna parte si no está el sexo de por medio. Ya con suerte, después de eso se hace el amor. En la cucharita, en acomodar el cabello detrás de la oreja, en todas las texturas, aromas y entresijos de la piel a los que uno no les puso atención en un principio. O al revés, si quieres. Primero la ternura y después la calentura. Lo que digo es que ahí las cosas suceden una tras otra, aunque el orden sea irrelevante.
En un beso, en cambio, todo ocurre al mismo tiempo. Todo. Todo se nubla y se ilumina, aparece y desaparece, deja de importar y se vuelve lo único en el mundo, todo de manera simultánea. Un beso es como poner dos espejos frente a frente y quedarse a vivir en el infinito que nace entre ellos. Entonces sientes que te sobra el cuerpo y que la piel estorba, que ni el tiempo ni ninguna otra cosa en el universo existen más allá de lo que está pasando. Y eso me pasó apenas dos o tres veces en la vida, por eso me animé a contártelo.
Pero bueno, te decía, la otra noche soñé que te besaba. Sin ninguna historia absurda como preámbulo. Sin ninguna de esas cosas raras que te llevan de un lugar a otro en los cajones de tu subconsciente, sin atender ningún otro evento o circunstancia; nos soñé de frente, en primerísima persona. Soñé que te miraba, que acercaba mi cabeza, que te alzabas en tus puntas, que acariciaba tu mejilla, que nos comíamos un silencio, que ahogábamos cualquier abismo, que nos besábamos en toda la extensión del infinito que no alcanzo a describir. Que todas las veces en las que fui otro después de un beso estaban allí, junto con todos los colibríes cuyas alas van más rápido que su corazón, junto con todos los pretextos a los que tuve que renunciar para contarte del avispero que quedó en mis labios cuando desperté, nada más porque soñé que te besaba.