Te conocí porque a los dos nos venía bien el seudónimo “Blue”, la compañía y soñar despiertos. Nuestras almas habituadas a la rutina, pedían a gritos algo que las acariciara un poco. Lo merecían. Después de tantas guerras, merecían la indulgencia de un nuevo amor, un par de ojos que las mirasen como se mira a las estrellas por la madrugada y las manos cálidas de un nuevo inicio.
Tuve que aprender todo de nuevo. Me costó, pero seguro el esfuerzo no fue en vano, a pesar de no conseguirlo. Las sonrisas me salían gratuitas y dejé de endeudarme con la tristeza. Poco a poco la tormenta se disipaba, las gotas de la lluvia caían perezosas sobre los tejados, el asalto y la monotonía de la ciudad y el tiempo se detenía. Poco a poco aprendí a confiar, a creer y a soñar; día a día daba un paso más por el sendero que conducía hasta la cuna de tus caderas. Poco a poco la tormenta se disipaba. Pero fue sólo un poco.
Te dejé marchar como quien abraza a la resignación cuando de frente tiene la muerte. Me gustas libre; con celo, posesivo, egoísta, me gustas mía, pero libre. Me costó, pero seguro el esfuerzo no fue en vano, a pesar de no haber conseguido que te quedases a mi lado. Te vi volar un sábado al atardecer. Quizá por eso todos los días, a partir de las seis de la tarde, se vuelven tristes y les sobreviene el llanto al anochecer. Es una especie de simbolismo que cuenta la triste historia de cuando el sol murió.
Aquel día, mis lágrimas cesaron con el velo del ocaso y desde entonces no he dejado de preguntarme, ¿qué clase de desgraciado debí ser en el pasado para que nadie fuera a amarme? No soy el tipo más encantador, lo sé, pero, ¿nadie?
Joel Estrada