Nunca me decía su nombre y yo nunca había querido preguntárselo. Me esperaba, como siempre, en un extremo de aquel banco viejo de El Retiro, enclavado en medio de una desbandada de tilos desnudos de invierno y de lluvia. Gafas negras sellaban el pozo de su mirada. Sonreía. Me senté al otro lado del banco. El mensajero me alargó el sobre sin abrirlo.
—¿No lo quiere contar?
Negué con la cabeza.
—Pues debería hacerlo. Esta vez la tarifa es triple. Más retribución y más desplazamiento.
—¿Dónde?
—En Barcelona.
—Yo no hago trabajos en Barcelona. Ya lo saben. Denle el encargo a Sanabria.
—Ya lo hicimos, pero ocurrió un imprevisto.
Le devolví el sobre con el dinero.
—Yo no trabajo en Barcelona. Lo saben bien.
—¿No me va a preguntar quién es el cliente?
La sonrisa le rebosaba de veneno.
—Lo encontrará todo dentro del sobre. El billete del tren de esta noche está a su nombre y encontrará la consigna de Atocha. El señor ministro me ha pedido que le haga llegar su agradecimiento personal más sincero. Él no se olvida nunca de los favores.
El mensajero de gafas oscuras se levantó y, tras hacer una reverencia leve, se dispuso a marcharse bajo la lluvia. Hacía tres años que nos encontrábamos en ese mismo rincón del parque, siempre al amanecer, y nunca habíamos hablado de otras cosas que las estrictamente necesarias para determinar los encargos. Lo vi enfundarse los guantes de piel negra. Las manos se le abrían como arañas. Se dio cuenta de que lo miraba atentamente y se detuvo.
—¿Pasa algo?
—Sólo es por curiosidad. ¿Qué les dice a sus amigos cuando le preguntan a qué se dedica?
Cuando sonrió, su aspecto cadavérico se hundía en la mortaja de la gabardina.
—Limpieza. Les digo que trabajo en servicios de limpieza.
Asentí lentamente.
—¿Y usted? —dijo él—. ¿Qué les dice?
—Yo no tengo amigos.
Astillas de niebla helada subían por la bóveda de la estación de Atocha cuando puse un pie en el andén desierto, aquel 9 de enero de 1942, para subir en el expreso de medianoche que me tenía que llevar a Barcelona. La gentileza del señor ministro me permitía viajar en primera clase y me ofrecía la intimidad aterciopelada de un compartimento para mí solo. Aun en la vorágine de aquellos días turbios, todavía se conservaban las buenas maneras entre los profesionales. El tren comenzó a deslizarse, rasgando la oscuridad con su rastro vaporoso, y muy pronto la ciudad se difuminó en un soplo de luces tibias y tierras estériles. Cuando ya estábamos, pues, bastante lejos de la ciudad, abrí el sobre y extraje las cuartillas, cuidadosamente dobladas y mecanografiadas a un espacio y medio en tinta azul. Quedé desconcertado al no encontrar dentro del sobre ningún tipo de fotografía. Me preguntaba si el único retrato del cliente había ido a parar a manos de Sanabria. Pero tuve suficiente con leer las dos primeras líneas del informe para darme cuenta de que, en este caso, no habría ningún retrato. Apagué la luz del compartimento e intenté dormitar, en aquella larga noche de insomnio, hasta que el alba tiñó de sangre el horizonte y pude vislumbrar la silueta de Montjuïc. Hacía tres años que me había jurado no volver nunca más a Barcelona. Había huido de mi ciudad con el alma envenenada. Un bosque de fábricas fantasmales y una niebla de azufre nos fue rodeando y, al cabo de un rato, la ciudad nos engulló en un túnel apestado de hollín y maldición. Abrí el maletín y cargué el revólver con las balas, tal como me había enseñado a hacerlo Sanabria durante los años en que fui su aprendiz en las calles del Raval. Proyectiles de nueve milímetros con las puntas huecas que, a la hora de impactar, se convertían en dentelladas de metal al rojo vivo que atravesaban los cuerpos y dejaban un agujero del tamaño de un puño. Cuando bajé del tren frente a la catedral de hierro de la estación de Francia, me recibió un vendaval frío y húmedo. Había olvidado que la ciudad todavía olía a pólvora. Me encaminé hacia Vía Layetana bajo una cortina de polvo de nieve que flotaba en la tiniebla acuosa del amanecer. Los tranvías trazaban caminos encima el manto blanco y la gente, personas grises sin rostro, iban de arriba abajo, figuras esbozadas por el aliento de las farolas que titilaban y salpicaban las calles de violeta. Después de cruzar el Pla del Palau, me adentré en la retícula de calles que rodeaban la basílica de Santa María del Mar. Buena parte de los escombros de los bombardeos aéreos se mantenían intactos. Las vísceras de los edificios destripados por las bombas —comedores, dormitorios y aseos desnudos, expuestos a la vista de todos—, se alzaban junto a solares repletos de metralla que servían de refugio a estraperlistas de carbón y muertos de hambre que no levantaban los ojos del suelo. Cuando llegué a la boca de la calle de la Platería me detuve para mirar el esqueleto del edificio donde me había criado. Apenas quedaba la fachada, enmarcada por el rastro del fuego, y los muros de las casas de al lado. Aún se podían ver las cicatrices de las bombas incendiarias que habían perforado los pisos para esparcir un tornado de llamaradas por los agujeros de la escalera y la claraboya. Me acerqué al portal y recordé el nombre de la primera chica a la que había dado un beso, una noche de verano de 1913, justo debajo del dintel. Se llamaba Mercé y vivía en el tercero primera con una madre ciega para quien no quise ser un lastre. No se casó nunca. Más adelante me contaron que, en una de las explosiones, la habían visto salir proyectada desde el balcón, desnuda y envuelta de llamas, el cuerpo atravesado por mil astillas de vidrio candente. Un paso a mi espalda me hizo volver al presente. Me giré y vi una figura de color cenizo que me pareció una réplica del mensajero de las gafas oscuras. Apenas podía distinguirlo. En todos ellos, la mirada y el aliento destilaban el mismo hedor a carroña.
—¡Eh, tú! La cédula de identidad —masculló, triunfante.
Noté el roce de algunas miradas y el paso acelerado de varias siluetas delgadas. Miré al agente de la brigada social. Le hice de unos cuarenta años, setenta kilos de peso y los hombros un poco anchos. Llevaba una bufanda negra que dejaba entrever unos centímetros de su garganta. Una cuchillada rápida con el filo de la hoja le habría abierto la tráquea y la yugular en menos de un segundo, se habría desplomado sin poder ni gritar mientras la vida y la sangre se le colaban entre los dedos esparciéndose en un charco rojo sobre la nieve sucia. Pero los hombres como él tenían familia y yo muchas cosas que hacer. Le miré con una sonrisa tibia y le alargué el documento sellado por el ministerio. Se le borró la arrogancia de pronto y me lo devolvió con manos temblorosas.
—Le ruego que me disculpe, señor. Yo no sabía…
—Lárgate.
El agente asintió con la cabeza repetidamente y se coló a toda prisa por la primera esquina que encontró. Las campanas de Santa María ya resonaban a mi espalda cuando retomé el camino bajo la nieve hasta la calle Ferran para convertirme en uno más en la marea de hombres grises que empezaban a esparcirse aquella mañana de invierno. Había uno, apenas a una veintena de pasos detrás de mí, que me iba siguiendo de soslayo desde la estación de Francia y que probablemente estaba convencido de que yo no había notado su presencia. No me costó escurrirme en ese anonimato de cenizas en el que los asesinos, profesionales o simples aprendices iban vestidos de contables y meritorios, y atravesé las Ramblas para encaminarme al Hotel Oriente. Un portero uniformado —y experto en leer las miradas— me abrió la puerta y esbozó una reverencia. El hotel conservaba su aire de barco hundido. El recepcionista me reconoció enseguida y esbozó una sonrisa leve. El eco de un piano desafinado desgranaba desde las vidrieras medio ajustadas del comedor.
—¿El señor querrá la habitación 406?
—Si está disponible…
Firmé el registro mientras el recepcionista hacía señas a un mozo para que tomase el maletín y me escoltara a mi cuarto.
—Conozco el camino, gracias.
Una sola mirada del recepcionista bastó para que el mozo soltara el maletín y se retirase.
—Si podemos hacer algo para que la estancia del señor en Barcelona sea más placentera, sólo nos lo tiene que decir.
—Las cosas de siempre —dije yo.
—Sí, claro, señor. Cuente con ello.
Cuando me encaminaba hacia el ascensor, me detuve un momento. El recepcionista seguía clavado en su sitio, con una sonrisa de piedra.
—¿Se encuentra el señor Sanabria en el hotel?
Su rostro inmutable apenas experimentó un movimiento veloz de los párpados, pero con eso tuve suficiente.
—Hace tiempo que el señor Sanabria no nos hace el honor de visitarnos.
La habitación 406 asomaba por encima del paseo de la Rambla, suspendida en un cuarto piso con vistas celestiales sobre el espectro de la ciudad desaparecida de antes de la guerra, una ciudad y unas formas que yo estaba condenado a recordar para siempre. Mi sombra me esperaba abajo, resguardado bajo la marquesina de un quiosco. Bajé las persianas hasta que la cámara quedó sumergida en una penumbra reluciente. Me tumbé en la cama. Los sonidos de la ciudad latían tras las paredes. Saqué el revólver del maletín y, con el dedo en el gatillo, crucé las manos sobre el pecho y cerré los ojos. Me adentré en un sueño fangoso, hostil. Al cabo de unos minutos o unas horas, me despertaron unos labios húmedos que me frotaban los párpados. El cuerpo cálido de Candela se extendía sobre la cama, los dedos de vapor desabrochándose el vestido, su piel de azúcar encendida por la claridad mortecina de las farolas nocturnas.
—Hacía mucho tiempo, ¿verdad? —susurró ella, mientras me quitaba el revólver de las manos y lo depositaba sobre la mesita de noche—. Si quieres, me puedo quedar toda la noche.
—Tengo trabajo.
—Pero también debes tener un rato para tu Candela.
Tres años de ausencia no me habían borrado de las manos el recuerdo del cuerpo de la Candela. Los nuevos tiempos y la recuperación de los hoteles de categoría lo probaban. El pecho le olía a perfume caro y había una firmeza renovada en sus muslos pálidos, enfundados en aquellas medias de seda que se hacía traer de París. Paciente y experta, Candela me dejó hacer hasta que sacié mi sed por su piel y me quedé tumbado a un lado de la cama. Oí que caminaba hasta el lavabo y dejaba correr el agua. Me puse de pie y fui a buscar el sobre con el dinero que guardaba en el maletín. Quise triplicar su tarifa habitual y le dejé los billetes juntos encima de la cómoda. Me volví a acostar en la cama y la quedé mirando mientras se acercaba al ventanal para abrir los postigos. La nieve que caía al otro lado de los cristales dibujaba puntos de sombra sobre su piel desnuda.
—¿Qué?
—Me gusta mirarte.
—¿No me vas a preguntar dónde está?
—¿Me lo dirías?
Volvió y se sentó en el extremo de la cama.
—No sé dónde está. No lo he visto. Esa es la verdad.
Me limité a asentir. Candela desvió la mirada al dinero que había en la cómoda.
—Las cosas te van bien —dijo.
—No me puedo quejar.
Empecé a vestirme.
—¿Ya te tienes que ir?
No contesté.
—Hay dinero de sobra. Para toda la noche. Si quieres, te espero.
—Voy a tardar, Candela.
—No tengo prisa.
Había conocido a Robert Sanabria una noche de 1913. La ciudad languidecía bajo un agosto hecho de vapor y de rabia. Aquella madrugada se sintieron varios disparos en el barrio, como casi todas las noches. Había ido al paseo del Born a buscar agua en la fuente. Cuando oí el tiroteo, me oculté en un portal de la calle Montcada. Sanabria estaba tendido sobre un charco negro, un manto viscoso que se esparcía a mis pies, en la entrada de ese tipo de grieta estrecha que se abría entre los edificios viejos y que aún hay quien llama la calle de las Moscas. Un revólver le humeaba en las manos. Me acerqué y me sonrió con unos labios de los que chorreaba sangre.
—No sufras, chaval, que tengo más vidas que un gato.
Le ayudé a incorporarse y, aupado en brazos, sosteniendo su considerable masa corpórea, lo acompañé hasta un portal de la calle de los Baños Viejos, donde nos atendió una mujerona de aspecto fúnebre y piel escamosa. Sanabria había recibido dos balas en el abdomen y, de tanta sangre que había perdido, tenía la piel del color de la cera. A pesar de eso, no me dejó de mirar con una sonrisa mientras un matasanos que olía a moscatel le limpiaba las heridas con vinagre y espíritu de vino.
—Te debo una, chaval —dijo, antes de perder el conocimiento.
Sanabria tenía que sobrevivir a pesar de los estragos de aquella noche y de muchas otras veladas salpicadas de pólvora y de hierro. Eran días en que los diarios de Barcelona no dejaban de publicar crónicas sobre las muertes que había por todas partes. Los sindicatos de pistoleros a sueldo vivían un momento esplendoroso. La vida continuaba valiendo poco, como siempre, pero la muerte nunca había sido tan barata. Y fue Sanabria quien, llegada la edad, me enseñó el oficio.
—Si es que no quieres morir siendo un jornalero, como tu padre.
Según él, matar era una necesidad, pero asesinar se había convertido en todo un arte. Sus herramientas preferidas eran el revólver y el cuchillo de hoja corta y curvada que utilizaban los matadores de toros para rematar una faena en la plaza de un golpe seco y rápido. Sanabria me enseñó que a un hombre sólo se le debe disparar en la cara o en el pecho, si es posible a menos de dos metros de distancia. Era un profesional con principios. No se encargaba ni de mujeres ni de viejos. Como muchos otros, había aprendido a matar en la guerra de Marruecos. Cuando volvió a Barcelona, comenzó su carrera en las filas de la FAI, pero pronto se dio cuenta de que la patronal pagaba mejor y que el trabajo no estaba contaminado por proclamas grandilocuentes. Le gustaban el teatro de vodevil y las putas, unas aficiones que me transmitió con rigor paternal y un cierto academicismo.
—No hay nada más real en el mundo que una buena comedia o una buena puta. No les debes faltar al respeto y mucho menos creer que eres superior a ellas.
Fue Sanabria quien me presentó una Candela de diecisiete años que llevaba el mundo en la piel y que estaba destinada a trabajar en los buenos hoteles y en los despachos de la diputación.
—Nunca te enamores de algo que no tiene precio —me aconsejó Sanabria.
Una vez le pregunté cuántos hombres había matado.
—-Doscientos seis —contestó—, pero vienen tiempos más prósperos.
Mi mentor hablaba de la guerra que ya se olía como el hedor de una alcantarilla rebosante. Poco antes del verano del 36, Sanabria me dijo que los tiempos tenían que cambiar y que pronto deberíamos irnos de Barcelona porque la ciudad tambaleaba con una estaca clavada en el corazón.
—La muerte, que siempre anda persiguiendo el oro, se va a Madrid —sentenció—. Y nosotros también. Sólo es cuestión de tiempo.
Pero la auténtica bonanza comenzó cuando se hubo terminado la guerra. Los pasillos del poder se enroscaban en nuevas telarañas y, tal como mi maestro había predicho, aquel millón de muertes apenas había comenzado a saciar la sed de odio que anegaba las calles. Con la ayuda de algunos antiguos contactos de la patronal de Barcelona, pudimos entrar por la puerta grande.
—Ya se ha acabado lo de matar pelagatos en los urinarios públicos por cuatro reales —dijo Sanabria—. Ahora vamos a trabajar para clientes de calidad.
Aquello duró casi dos años. Dos años de gloria. Había mentes laboriosas y dotadas de una memoria prodigiosa que hacían listas interminables de personas que no valía la pena que vivieran, de miserables que, con su aliento, contaminaban el alma incorruptible de la nueva era. Había docenas de almas temblorosas que se escondían en pisos misérrimos y que tenían miedo de la luz del día sin saber que, de hecho, eran muertos vivientes. Sanabria me enseñó a no escuchar sus súplicas, sus lágrimas, sus gemidos, a reventarles la cabeza de un disparo entre los ojos, a bocajarro, antes de que pudieran preguntar por qué. La muerte los esperaba en estaciones de metro, en calles oscuras y en pensiones sin agua ni luz. Profesores o poetas, soldados o sabios, todos nos reconocían con sólo intercambiar una mirada. Los había que morían sin miedo, serenos, con la mirada limpia y clavada en los ojos de su asesino. No recuerdo los nombres, ni tampoco lo que hicieron en vida por tener que morir en mis manos, pero sí recuerdo sus miradas. Muy pronto perdí la cuenta, o la quise perder. Sanabria, que ya empezaba a notar el peso de los años y de las cicatrices para mantenerse en ese oficio, comenzó a pasarme los encargos más lúcidos.
—Mis huesos ya refunfuñan. A partir de ahora, me dedicaré a clientes de poca monta. Hay que saber cuándo ha llegado el momento de plegar.
Solía encontrarme con el mensajero de las gafas oscuras en el mismo banco del parque de El Retiro una vez a la semana. Siempre había un sobre y un nuevo cliente. El dinero se amontonaba en una cuenta bancaria de una oficina de la calle de O’Donell. Lo único que Sanabria no me había enseñado era qué había que hacer con aquellos fajos de billetes nuevos y pulidos que aún desprendían el perfume de la casa de la moneda.
—¿Se acabarán algún día? —le pregunté una vez—. Las listas, quiero decir.
Fue la única vez que el mensajero se quitó las gafas. Tenía los ojos grises como el alma, muertos y vacíos.
—Siempre hay alguien que no acaba de adaptarse al progreso.
Todavía nevaba cuando llegué a las Ramblas. Era apenas una pizca de hielo que no se dejaba atrapar, que se arremolinaba con la brisa y se convertía en hebras de luz que se encendían con el aliento. Me encaminé hacia la calle Nou, que se había convertido en un túnel de oscuridad flanqueado por las carcasas olvidadas de salas de baile destartaladas, de escenarios de music hall decrépitos que hacía sólo unos años lucían esplendorosamente una avenida de luz y de ruido hasta el amanecer. Las aceras apestaban a orines y a carbón. Me adentré por la calle de Lancaster y llegué hasta el número 13. Había un par de faroles que colgaban de la fachada y que apenas llegaban a arañar la tiniebla espesa, pero permitían vislumbrar un cartel clavado en la puerta de madera requemada que cerraba el paso.
EL TEATRO DE LAS SOMBRAS
Vuelve a Barcelona, tras su triunfal gira por todo el mundo, para presentar su nuevo y grandioso espectáculo de marionetas y autómatas, con la participación exclusiva y enigmática de la estrella music hall de París, Madame Isabelle y su perturbadora «Danza del Ángel de Medianoche».
Habrá sesión cada noche, a las 12 h.
Golpeé con el puño un par de veces, esperé y volví a llamar. Al cabo de un minuto, sentí pasos al otro lado de la gran puerta. La lámina de roble se abrió un poco, apenas unos centímetros, y vi la cara de una mujer de cabellos plateados, con unas pupilas negras que parecía que se le iban a salir de la córnea. Una luz dorada, líquida, se derramaba desde el interior.
—Bienvenido al Teatro de las Sombras —anunció.
—Busco el señor Sanabria —dije—. Me parece que me espera.
—Su amigo no está aquí, pero, si quiere pasar, la función comenzará ahora mismo.
Seguí la dama a través de un pasillo estrecho que conducía a unas escaleras que bajaban al sótano del edificio. Una docena de mesas desiertas se esparcían por la platea. Las paredes vestían de terciopelo negro y las luces del fondo soltaban agujas deslumbrantes que perforaban la atmósfera vaporosa. No más de un par de parroquianos languidecían en el umbral de la penumbra que rodeaba la platea. Una barra de bebidas con todos sus espejos ahumados y una reducida fosa de orquesta, destinada al pianista y enterrada por la luz de cobre, acababan de perfilar el panorama. El telón escarlata, cerrado, llevaba la figura bordada de una marioneta arlequinada. Me senté a una de las mesas de la platea, delante del escenario. Sanabria adoraba los espectáculos de marionetas. Solía decir que le recordaban a la gente de la calle.
—Más que las putas.
El camarero me sirvió una copa de coñac y se retiró sin rechistar. Encendí un cigarrillo y esperé que se apagaran las luces. Cuando la penumbra se hizo sólida, los pliegues del telón rojizo se deslizaron lentamente. La figura de un ángel exterminador, que colgaba de hilos plateados, bajaba a la escena, mientras hacía latir sus alas negras entre bocanadas de luz azulada.
Cuando abrí el sobre con el dinero y la información en el tren que se dirigía hacia Barcelona y empecé a leer las páginas mecanografiadas, supe enseguida que, esta vez, no habría foto alguna. No era necesario. La noche que Sanabria y yo nos fuimos de Barcelona, mi maestro, con las manos conteniendo la hemorragia que me brotaba del pecho, me miró fijamente a los ojos y sonrió:
—Te debía una, y te la devuelvo. Ya hemos hecho las paces. Algún día vendrá alguien para deshacerse de mí. En este negocio no se puede prosperar sin que llegue un momento en que a uno le toque sentarse en la silla del cliente. Es la ley. Pero cuando llegue mi hora, que no está muy lejos, me gustaría que te lo encargaran a ti.
El informe del ministerio, como era habitual, lo dejaba todo claro, aunque fuera entre líneas. Hacía tres meses que Sanabria había vuelto a Barcelona. Su ruptura con la red venía de hacía un tiempo, cuando dejó de ejecutar varios contratos alegando que él era un hombre de principios, en una era que no tenía ninguno. El primer error del ministerio fue intentar pelarlo. El segundo, fatal, hacerlo mal. Del primer asesino que enviaron para que lo liquidara sólo volvió, por correo certificado, la mano derecha. A un hombre como Sanabria se le puede asesinar, pero nunca se le debe insultar. Al poco de haber llegado a Barcelona, fueron cayendo, uno tras otro, los operativos de la red del ministerio. Sanabria trabajaba de noche y había reavivado su tranco con la hoja corta. En dos semanas había diezmado la estructura básica de la social en toda la ciudad. En tres semanas ya empezaba a recoger sus trofeos entre los sectores más floridos —y visibles— del régimen. Antes de que se extendiera el pánico, Madrid decidió enviar a uno de sus mejores hombres para negociar con Sanabria. El hombre del ministerio reposaba ahora bajo una lápida de mármol en la morgue del Raval, con una sonrisa nueva hecha de una cuchillada en el cuello, una mueca idéntica a la que había segado la vida del teniente general Manuel Jiménez Salgado, estrella rutilante del gobierno militar y firme candidato a una lúcida carrera en los ministerios de la capital. Fue entonces que me llamaron a mí. El informe describía la situación como «una crisis de fondo». Sanabria, en terminología ministerial, había decidido hacer las cosas a su manera y se había zambullido en el submundo barcelonés para llevar a cabo una especie de venganza personal contra miembros destacados de la judicatura militar del régimen. La trama, continuaba el informe, debía ser «arranque de raíz, al precio que fuera».
—Creía que vendrías antes —susurró la voz de mi mentor desde la penumbra. A pesar de los años, el viejo asesino todavía era capaz de deslizarse por las sombras con la traza felina de sus mejores tiempos.
Me sonrió.
—Tienes buena cara —dije.
Sanabria se encogió de hombros e hizo una señal para que mirara en el escenario. Un sarcófago de madera lacada se abría de par en par para dejar ver a la estrella del espectáculo de autómatas, Madame Isabelle, y su danza del ángel de medianoche. Los movimientos de la muñeca, de escala y expresión humanas, eran hipnóticos. Isabelle, que colgaba de hilos de luz, bailaba sobre el escenario atrapando al vuelo las notas del pianista.
—Vengo cada noche sólo para verla —dijo Sanabria.
—No dejarán que las cosas vayan por este camino, Robert. Si no lo hago yo, será otro.
—Lo sé. Quiero que seas tú.
Contemplamos la danza del autómata durante unos segundos, refugiados en la belleza extraña de sus movimientos.
—¿Quién mueve los hilos? —pregunté.
Sanabria sólo sonrió.
Salimos del Teatro de las Sombras cuando ya comenzaba a clarear. Enfilamos las Ramblas con dirección a la dársena del puerto, un cementerio de árboles de barcos que se extendía bajo la niebla. Sanabria quería ver el mar, aunque fuera la última vez, aunque sólo fuera aquellas aguas negras y fétidas que lamían las escaleras del muelle. Cuando una hebra de color ámbar segó la línea del cielo Sanabria finalmente asintió con la cabeza y nos encaminamos hacia la habitación que tenía alquilada en un tercer piso en el Portal de Santa Madrona. Sanabria sólo se sentía seguro entre sus putas. La estancia era un cuarto húmedo y oscuro, sin ventanas, con una bombilla desnuda. Un colchón desnudo y adosado a la pared, y un par de botellas y de vasos sucios, completaban el mobiliario.
—Algún día vendrán también por ti —dijo Sanabria.
Nos miramos en silencio y, sin decir nada más, nos abrazamos. Tenía olor de vejez y de cansancio.
—Dile adiós a Candela de mi parte.
Cerré la puerta de su habitación y crucé aquel pasillo estrecho, de paredes impregnadas de moho y de miseria. Al cabo de unos segundos, resonó el disparo a lo largo del corredor. Sentí que el cadáver caía al suelo y corrí escaleras abajo. Una de las putas viejas me observaba desde una puerta entreabierta del rellano del piso inferior con los ojos llenos de lágrimas.
Vagué un par de horas por las calles malditas de la ciudad antes de volver al hotel. Cuando crucé el vestíbulo, el recepcionista apenas levantó la vista del registro. Subí, dentro de la cápsula del ascensor, hasta la última planta y enfilé el pasillo desierto que terminaba ante la puerta de mi habitación. Pensé si Candela me creería si le decía que había dejado escapar a Sanabria; que, a estas alturas, nuestro viejo amigo navegaba en un crucero hacia un destino seguro. Quizá, como siempre, una mentira sería lo que se parecería más a la verdad. Abrí la puerta de la habitación sin encender la luz. Candela aún estaba acostada sobre las sábanas, la primera bocanada del amanecer encendido en su cuerpo desnudo. Me senté en una de las esquinas de la cama y recorrí su espalda con la yema de los dedos. Estaba fría como la escarcha. Fue entonces que me di cuenta de que lo que me había parecido la sombra de su cuerpo era un clavel de sangre que se extendía por la cama. Me giré lentamente y vi el cañón del revólver que me apuntaba al rostro desde la penumbra. Las gafas oscuras del mensajero relucían en aquel rostro empapado de sudor. Sonreía.
—El señor ministro le agradece profundamente su inestimable colaboración.
—Pero no se fía de mi silencio.
—Son tiempos difíciles. La patria nos exige grandes sacrificios, amigo mío.
Cubrí el cuerpo de Candela con la sábana manchada por su sangre.
—No me ha dicho nunca su nombre —dije, mientras le daba la espalda.
—Jorge —respondió el mensajero.
Me di la vuelta de golpe, la hoja del cuchillo de matador fue sólo una gota de luz en mis dedos. El corte lo destripó a la altura de la boca del estómago. El primer disparo de su revólver me atravesó la mano izquierda. El segundo se estrelló contra el capitel de una de las barras de la cama y lo pulverizó en una avalancha de astillas humeantes. En aquel instante, la hoja del cuchillo que Sanabria tanto amaba ya le había cortado el cuello al mensajero, que yacía en el suelo, ahogándose con su propia sangre, mientras sus manos enguantadas intentaban desesperadamente mantener la cabeza unida al tronco. Extraje el revólver y se lo metí en la boca.
—Yo no tengo amigos.
Aquella misma noche tomé el tren para volver a Madrid. Todavía me sangraba la mano. El dolor era una astilla de fuego clavada en la memoria. Aparte de esto, sin embargo, cualquiera habría pensado que yo era sólo otro hombre gris, entre la legión de hombres grises que colgaban de hilos invisibles sobre el decorado de un presente robado. Recluido en mi apartamento, con el revólver en la mano y la mirada perdida en la ventana, contemplé aquella inacabable noche oscura que se abría como un abismo sobre la tierra ensangrentada de todo el país. La rabia de Sanabria sería la mía, y la piel de Candela, mi luz. La herida que me agujereaba la mano no dejaría de sangrar nunca. Al amanecer, cuando divisé la llanura infinita de Madrid, esbocé una sonrisa. Al cabo de unos minutos, mis pasos se perderían en el laberinto de la ciudad, insondables. Como siempre, mi mentor me había enseñado el camino, incluso a través de su ausencia. Sabía que, con toda seguridad, los diarios no hablarían de mí, que los libros de historia enterrarían mi nombre entre proclamas y quimeras. Tanto daba. Cada día que pasara, los hombres de gris seríamos más numerosos. Estaríamos de pronto junto a usted, en un café o en el autobús, leyendo un periódico o una revista. La noche más larga de la historia apenas ha comenzado.