Solamente tú y yo somos culpables, tú por oprimir a mi pueblo, y yo por tratar de libertarlo de semejante tiranía. Ambos merecemos la muerte.
Túpac Amaru II al visitador José Antonio de Areche en el convento de la Compañía de Jesús
Cómo olvidar aquella nefasta mañana: el frío calaba los huesos y el viento soplaba entrando por los claustros de la Compañía. El sol no brillaba como suele hacerlo en la serranía, sino que se ocultaba detrás de las nubes grises, como tratando de no ver la maldición que se cernía sobre nuestras cabezas y el destino que nos deparaba.
La noche había sido larga, prácticamente no tenía con qué abrigarme, y extrañaba mucho a mi mamá, sus cuidados y sus caricias. Quería acurrucarme entre sus polleras, y sentir cómo rascaba mi cabeza hasta quedarme dormido, sin temor a nada. Pero ahora ella no estaba conmigo, solo podía escuchar a lo lejos los gemidos y gritos por tanto maltrato. Tapaba fuertemente mis oídos, para no oír más, quería quedarme sordo en ese mismo momento. Cada vez que cerraba los ojos la imagen del Supay se presentaba ante mí con esos ojos saltones negros y esos cachos gigantes que me hacían orinar de miedo.
De pronto se abrió mi celda y un gran hombre mestizo, de cara horrible y vestido de uniforme con botas polvorientas, entró en ella ordenándome que saliera.
—Suélteme, señor, me lastima —le dije enojado al guardia que me jaloneaba mientras trataba de zafarme de sus manos heladas.
Sin embargo, él se hizo el sordo y me sacó desde la celda en la que era prisionero.
—¿A dónde vamos? —le pregunté sin obtener respuesta alguna.
Súbitamente se abrió la puerta que tenía frente a mí y que daba a la plaza, lo cual me encegueció durante unos segundos. Cuando recuperé la vista, pude ver a una gran multitud congregada en la Huakaypata. Eran mestizos en su mayoría, pero también los había españoles, criollos e indígenas, estos últimos vestidos de luto.
—¿Por qué me han traído acá? —pregunté asustado.
Cuando volteé pude ver a lo lejos a mi madre y, más allá, a mi padre, mi hermano, mis tíos y otras tantas personas más. Logré escuchar que un hombre vestido con ropa elegante y parado frente a la catedral, decía que habían sido condenados a muerte por atentar contra su majestad el rey, luego de lo cual pude ver cómo llevaban a mi hermano Hipólito a ser ahorcado. Hoy, casi dos décadas después, aún siento la misma desesperación y angustia. En ese entonces yo solo tenia diez años y tuve que ver cómo le cortaban la lengua, salpicando sangre por todas partes mientras se retorcía de dolor. Al frente estaban mis padres quienes, con el rostro petrificado y sin derramar una sola lágrima, contemplaban la muerte de su valiente hijo en la horca. Y yo, pasmado, sin saber si lo que veía era real o falso, sentía que mi corazón prácticamente salía de mi pecho mientras derramaba profusas lágrimas. Sentí cómo me desmayaba al ver a mi hermano patalear en el aire mientras la orina y heces chorreaban por sus pantalones.
Luego de ese espectáculo traumático le tocó el turno a mi madre Micaela. A mi padre lo obligaron a ver cómo la mataban. Esa valiente guerrera lo acompañó en su revolución, asistiéndolo en las decisiones que tomaba. Recuerdo claramente cuando, después de jugar con los pollitos del corral, entraba a la casa que servía de cuartel y la veía aconsejándolo, tratándolo de convencer cuál era la mejor estrategia a seguir y cómo organizar a otras mujeres indígenas y aymaras. ¿Cómo podría culparla de su lealtad a su amado? ¿Cómo culpar los motivos que la movieron a dejar nuestra vida acomodada, nuestro hogar, y llevarnos a mí y a mis hermanos detrás de mi padre a luchar contra el dominio español? Cuánta cobardía de sus captores, quienes decidieron darles una muerte tormentosa como escarmiento a los otros indígenas, para que no volvieran a levantar la cabeza. A mi madre, sus verdugos la tuvieron que dominar; sobre el patíbulo la vi luchar por su vida, dándoles de patadas hasta que lograron vencerla. Yo trataba de zafarme, retorciéndome como una culebra para ayudarla, pero el guardia me sujetaba fuertemente con sus manos heladas y toscas, mientras la trataban de ahorcar. Luego de un rato se dieron cuenta de que aquel cuello tan fino no permitía que la colgaran, así que poniéndole cuerdas en el cuello procedieron a estrangularla, mientras le daban patadas y puñetes tratando de apresurar su muerte.
Estando el cadáver de mi madre tirado sobre el piso mientras los guardias le cortaban la lengua como si se trataran de buitres, mi padre derramó las primeras y únicas lágrimas que le vi en toda mi vida. Esto me sorprendió, él era un guerrero para mí, siempre me dijeron que los hombres no lloran y mucho menos aquellos que descienden directamente de los incas rebeldes de Vilcabamba.
Luego, se acercaron a él y, golpeándolo, le amarraron sogas a los brazos y piernas; estas estaban sujetas a cuatro caballos. El sonido que hacían cuando resoplaban me aterrorizaba, pero ya no tenía fuerza para mantenerme en pie, ni mucho menos para huir del lugar. Luego los fuetearon, y empezaron a jalar en cuatro direcciones distintas. En medio del trance en el que me encontraba, lancé un grito desgarrador, el cual dicen que aún puede escucharse al alba en aquella plaza de lágrimas, que ha presenciado los espectáculos más crueles de la humanidad, destinados a borrar a nuestra cultura inca de la faz de la tierra.
¿Cuál era la necesidad de contemplar tanto suplicio apresado, si yo mismo había nacido libre? Aquellos caballos no pudieron arrancar los brazos y piernas de mi padre, quien se aferraba a la vida, suspendido en el aire, en un horrendo espectáculo que me ha acompañado durante años y que aún hoy me provoca las más espantosas pesadillas.
Y viéndolo así, los Apus enviaron fuertes vientos cual lamentos llenos de dolor, que aterrorizaron a quienes habían ido a presenciar esta masacre, huyendo ahí mismo y dejando la plaza casi vacía. Los españoles asustados soltaron a mi padre Túpac Amaru II, y lo decapitaron, dándole punto final a esta inmensa tortura. Yo, muerto en vida, fui obligado a pasar por la horca bajo los cadáveres de mis tíos y seres amados, como escarmiento para nunca más tratar de dar libertad a aquella tierra de la que fui desterrado hace tantos años atrás.
Han sido innumerables las noches en la prisión en Cádiz en las que he soportado los más horrendos suplicios, y he sido visitado por los fantasmas de mis familiares quienes aguardan en el umbral del más allá, esperando que me reúna con ellos. Hoy, a mis treinta y un años, sé que ese día está cerca, porque a pesar de haber sido puesto en libertad hace muy poco, mi salud se encuentra tan deteriorada como la de mi padre aquel día que fue cobardemente asesinado.
Sobre la autora

Soy Susana, abogada de profesión, madre de tres niños traviesos por convicción. Amante de la historia, de los libros y del buen café.