Sexta Fórmula

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Épica – Gabriel Valdovinos Vázquez

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Texto dedicado a doña Herlinda Vázquez Andrade, madre del autor del presente texto.

Se te olvidó quitarte, aunque sea por un instante, el casco y la careta; sorprenderme con una sonrisa afectuosa, con un guiño condescendiente, o hasta conmoverme con una mueca de fatiga, con una lágrima o un sollozo.

Se me olvidó que, tras esa máscara de aspecto duro, adusto, fuerte y hasta amenazante, existe un rostro de mujer que siente, que ama, que se cansa, se angustia, sufre, llora y se hace vieja.

Se te olvidó despojarte, aunque sea de vez en cuando, de esa ruda y pesada armadura; dejarme ver tu piel, dejarme sentir las palmas de tus manos sobre mi frente, secar las lágrimas de mis mejillas; extender tus brazos desnudos y cansados para confortarme con un abrazo cariñoso, que tanto tiempo esperé, hasta acostumbrarme a vivir sin él.

Se me olvidó que, tras esa infranqueable muralla en que te atrincheraste, tu cuerpo lleno de heridas sangrantes se desgastaba y moría poco a poco, en secreto y en silencio; que, tras esa férrea coraza, latía un corazón de madre lleno de amor, con una muy rara manera de querer; que también añorabas una gota de consuelo, de fortaleza y un apapacho saludable que se perdió en un después que aún no llega.

Se te olvidó reservar un poquito de tus fuerzas para jugar conmigo tan sólo unos minutos; dejarme ver que tus brazos fuertes también podían lanzar una pelota, abrazar una muñeca y no sólo trabajar duro y sin descanso para conseguir el pan.

Se me olvidó que esos brazos rudos, un día se volverían artríticos y temblorosos, por tantas caricias negadas y tantos abrazos macerados para un mañana que entre olvidos se han perdido.

Se te olvidó que tus labios también podían decir frases bonitas, canciones amorosas y poseían besos milagrosos para curar heridas de las rodillas, de los codos y de los corazones de tus hijos, y no sólo proferir amenazas y castigos que encallecieron sentimientos como mecanismos de defensa.

Se me olvidó que los ausentes consuelos que mi ser estremecían eran un tenue reflejo de los que al tuyo atormentaban.

Se te olvidó por un minuto descender de tu estrado de juez y sentarme en tus rodillas para ser mi ansiada confidente.

Se te olvidó descansar, se te olvidó cuidarte, se te olvidó curarte, se te olvidó atenderte, se te olvidó consolarte, se te olvidó quererte; porque la vida te exigía ser fuerte, protegerme; te obligaba a ser valiente, épica e invencible; porque educarme ameritaba tus desvelos, tus sudores, tus fatigas; porque mi fortaleza dependía de no verte flaquear, ocultar tus lágrimas, tus heridas, tus miedos y tus cicatrices.

Se me olvidó que el tiempo es cruel; que las montañas se erosionan y se desgajan, que las rocas se horadan por la persistente lágrima; que las heridas que no sanan se gangrenan; que aun los héroes envejecen y los grandes espíritus desfallecen si no son re abastecidos con nutrientes físicos y emocionales.

Vaya manera la tuya de llevar al extremo tu misión materna y de enseñarme lo que nunca debo hacer en el ejercicio de mi paternidad.

Con tus olvidos, me recuerdas que por ningún motivo debo regatear tiempo, abrazos y manifestaciones de afecto a tus nietos.

Calladamente me enseñaste que debo permitirles externar sus lágrimas, sus sentimientos, sus dudas y emociones; los hombres también tenemos necesidad de llorar, nos sobran motivos para llorar y nos asiste el pleno derecho a llorar. A los hombres también nos nutren los abrazos, nos fortalecen las caricias, nos hace invencibles el amor.

Me enseñaste que todos los padres debemos abrir espacios para aceptar con indulgencia los errores de los hijos y atiborrarlos de entusiasmo para que nunca pierdan el deseo de intentarlo con nuevo ánimo cada día.

Ahora comprendo que cada una de tus acciones y decisiones fueron de una valentía incalculable. Sólo tú fuiste capaz de tomar el camino más riesgoso, más abrupto, más incierto y más doloroso buscando dar lo mejor de ti por el bien de tus hijos.

Nada hay en el mundo que pueda yo regalar a una madre como tú.

No existe un poeta capaz de componer un himno que cante las glorias todas de tus heroicas batallas.

La naturaleza no ha visto nacer una flor que engalane de forma suficiente un alma de tal valor y bravura.

Fundiré tus espadas rotas, tus armaduras oxidadas, tus cascos y caretas abolladas, acumuladas en tan arduos combates a lo largo de tu vida; que a veces ganaste, a veces perdiste, pero que nunca eludiste ni te acobardaste. Tales despojos suficientes son para construir la más bella y enorme corona que ciña tu frente, adornada con las perlas que, ocultas, florecieron en tu corazón, fruto de la soledad, la incomprensión, el abandono, los sufrimientos y sinsabores con que las cultivaste.

Corona de gloria, ramos de victorias, cánticos y loas a tus triunfos, cetros eternos para la Reina surgida de entre el polvo y los despojos de las más cruentas reyertas.

Recibe hoy y siempre el infinito agradecimiento del más fiel de tus vasallos:

Tu hijo.

Sobre el autor

Autor de los libros Jubileo, Destellos Desafíos y Naufragios. Colabora en diversas revistas de España, Estados Unidos de América, México, Perú y Argentina. Escribe narraciones cortas, sobre temas sencillos y cotidianos. Pretende llevar al lector, a través de la magia de las palabras, a paraísos maravillosos ubicados en nuestro entorno o en nuestros recuerdos y habitado por seres extraordinarios con los que vivimos todos los días.

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