Me pregunto si el otoño también llora, si la primavera ríe dulce o amargamente, si el invierno muere de la manera en la que, lentamente, suele extirpar mis días; en realidad me pregunto si las estaciones pueden sentir tan humanamente los sucesos de sus propios cambios, como ocurre conmigo, al caer la última hoja en otoño.
Suelo creer que los seres humanos tenemos estaciones, sin ordenar, sin fechas precisas, agolpadas, desastrosas, enredadas, y sin etiquetar, pero estaciones al fin, que fluyen como el viento huracanado en medio de la tranquilidad, que nadie sospecha.
Y así es cómo yo me he dado cuenta de mis otoños, aunque no se me caigan las hojas, y lo único que pueda cambiar de color sea mi mirada aferrada a la nostalgia, y una taza de café inseparable; a pesar de que las personas terminemos lloviendo más por dentro, que el mismo clima deseado.
También he resuelto entre pensamientos permanentes, que las personas tenemos primaveras, brotes que nacen por entre las grietas, hierbas, ramas, raíces, matices verdes y coloridos, aunque no queramos mantenerlos, aunque terminemos por arrancarlos en nuestro propio nombre, aunque no podamos si quiera terminar de querer, para que luego llegue ese invierno personal en tono de desasosiego, que deja la piel lisa y los ojos en plena sequía, con sueños en nevada.
Pero las emociones son diversas, y como las plantas en variedad y desconocimiento, las personas podemos nacer en invierno y marchitarnos a pleno calor de verano, renacer en otoño y estancarnos en primavera, después de todo las flores serán siempre flores, las hojas serán siempre ellas, y podremos marchitarnos o brotar, quebrarnos o crecer, extinguirnos o existir, y aveces no depende de nosotros más allá de lo que podamos lograr, sino de un entorno que crea y destruye, como la sequía a un jazmín, en plena primavera de nostalgia.