—Parece que este es el final, papá —dijo la niña abrazando a su padre, mientras se escondían detrás de unos muros.
A lo lejos, un fuerte ruido se escuchaba, era de escombros siendo triturados.
—Tranquila, Indra, estaremos bien. Ese monstruo no nos encontrará —comentó Scott dándole un beso en la frente a su hija. Él sabía que no había escapatoria. Pronto aquella cosa estaría sobre ellos.
El poblado de Ursonne era uno de los últimos donde personas aún vivían con normalidad. Grandes edificios se alzaban sobre los cielos y una gran abundancia y paz brillaban en toda la ciudad. El clima era templado y su vegetación vasta, la gente era cordial y atenta.
Todo había sido normal hasta que los primeros rayos, provenientes más allá de los cielos, cayeron sobre las montañas del oriente, tal como había ocurrido en varias partes del mundo. Aquello indicaba solo una cosa: el final.
Los temblores comenzaron a los pocos días. Se fueron intensificando y, luego, fosas profundas aparecían de la nada. Gran cantidad de personas iniciaron su inevitable éxodo fuera de aquellas tierras fértiles, todos sabían que el mal perseguía a las vidas humanas y más a los grandes poblados.
El ejército se halló a la espera del inminente final. Aun contando con grandes cañones, tanques, lanzamisiles y artillería pesada, nunca podrían hacer frente a aquella maligna cosa que se gestaba bajo sus tierras.
Cuando aquello surgió, el suelo se partió y la ciudad se dividió en dos. Luego, de un gran agujero del suelo, empezaron a salir.
Eran bestias acorazadas, con un cuerpo de hasta cuatrocientos metros de largo, cincuenta de altura y doce patas a lo largo de su cuerpo alargado. Poseían dos grandes y afiladas tenazas dentadas y cientos de látigos carnosos salían de los costados de sus patas con aguijones con veneno mortífero. Su gran cabeza era parecida a la de una mantis, con una coronilla llena de picos, teniendo la apariencia de un girasol encarnado.
Muchos biólogos discutieron su relación con antiquísimos artrópodos del Carbonífero, pero los exobiólogos acertaron al decir que aquello era meramente producto alienígena, manufacturados por materia orgánica proveniente del propio subsuelo del planeta Tierra. Su vida era meramente catalizada por aquel extraño destello de rayo cósmico que caía salvajemente del cielo.
Cientos de ejércitos habían caído ante tales engendros, los misiles no les hacían daño y mucho menos las ojivas nucleares; estas, por lo contrario, los hacían más fuertes y les provocaban expulsar una especie de lava hirviente de su cola proyectándola hacia el cielo, cayendo seguidamente y quemando todo a su paso, como una lluvia infernal.
Les encantaba destruir la vida humana; la buscaban y se alimentaban de ella. La humanidad misma era su máxima ambrosía. Por instantes, aquellas cosas creaban proyecciones hermosas de lugares exóticos y deseos de las personas y las atraían a ellas. Una vez cerca, las atrapaban con sus tentáculos y las tenazas desmembraban el cuerpo, mientras una larga probóscide succionaba a las víctimas como si fuesen fideos.
Hasta aquellos días, Scott se hallaba solo con su hija Indra. Él había visto caer a su ejército meses atrás y cientos de sus amigos y familiares ya habían sido devorados por aquellas cosas. Ahora, decenas de esas bestias merodeaban las ruinas de la ciudad, buscando sus últimos bocadillos.
De pronto, una pequeña lluvia empezó a caer y los ruidos de aquella cosa cesaron de escucharse. Scott y su hija se alejaron y buscaron un lugar donde esconderse. Tras unos escombros de edificios, hallaron una vieja casa de campaña. Había una fogata afuera alumbrando el lugar que, a pesar de la lluvia, no se apagaba.
—Mira, papá, vamos ahí, se ve seguro.
Scott la observó y asintió con la cabeza. Caminaron hacia allá.
Dentro, hallaron luces y comida caliente. Scott observó precavidamente el lugar y sacó su pistola por si encontraba algún peligro. Tras unos minutos, nada ocurrió. Él se quedó en guardia y observó entre la puerta hacia afuera. Todo parecía tranquilo.
—¡Papá! Esto se ve rico, ven —dijo Indra, tirando a su papá por la camisa.
Él se acercó a la mesa con comida, tenía una leve sospecha de todo ello, pero, tras pasar semanas sin comer, terminaron por acabar con todo. En cierto momento, él y su hija sintieron una extraña picazón en su espalda, pero siguieron comiendo a pesar de eso.
Encima de ellos, una gigantesca sombra los cubría. Era el antropoide. Bajo él se miraban a dos pequeños humanos comiendo tierra en una casa de campaña vieja y desgarrada; tras sus espaldas los cientos de tentáculos se posaban en ellos. Tal como una demoníaca ilusión, Scott y su hija cayeron sobre las tenazas de la bestia del subsuelo.
Sobre el autor
Ajedsus es un escritor mexicano de Ciencia Ficción y Terror. En sus relatos siempre trata de especular sobre posibles realidades oscuras y siniestras, enfocándose en mostrar un mundo más allá de lo normal con terrores ocultos. Publica sus trabajos en el blog EL AXIOMA (Ajedsus) y edita una revista del mismo nombre.