Han sido días de tristeza y ruinas, días en los que mi alma se ha pintado del mismo color que esta oscuridad casi sólida de mi habitación. Me recuerda a aquellos días en los que me debatía, casi exánime, entre mi propia vida y una muerte ajena, pero que también sentía como mía. Hoy aquellas fechas tachadas en el calendario no son más que recuerdos, sucesos grabados a fuego en la piel de la memoria, como tatuajes mal hechos, cuyas cicatrices todavía duelen a pesar de ser viejos. Pero no he logrado salir de aquí.
Los muros de esta celda sin ventanas que llamo hogar encierran una tiniebla apenas perceptible tejida con el humo de los diez mil cigarrillos que se desvanecieron en mi boca en estos días de soledad mordiente. Tampoco me he atrevido a deshacerme de las botellas vacías de ron y vino que ahora yacen criando polvo en los rincones. La música me trae de vuelta a las personas, pero no las sensaciones buenas de ellas. He olvidado el calor de los abrazos, el sabor de un par de labios urgidos de abandono, el tacto de una piel derretida de sudor y saliva… lo he olvidado todo.
Hace días que no como. Cada vez que visito el cuarto de baño, el reflejo me devuelve la imagen de un rostro demacrado, con un aspecto cadavérico y una selva negra suplantando el área que alguna vez ocupó mi vello facial. La tristeza es una enfermedad que comienza robando los buenos recuerdos y termina devorando la fe en el mundo, en la vida. Escribir, ahora, más que una necesidad, es la única manera que tengo de sentirme en conexión con este mundo de mierda del que ya no tengo esperanzas que pueda surgir algo bueno. Hubo quien ha intentado convencerme de lo contrario, pero mi condición me impide aceptar tamaña perspectiva.
Le ruego a ese dios que nunca se molestó en escucharme, que me dé alguna señal de que todo cambiará algún día. Que me explique por qué se llevó a mis padres cuando aún los necesitaba y por qué ese es un dolor al que no he podido convertir letras. ¿Cuántas almas necesitas, señor? ¿Por qué me has abandonado?
Aquí, en este rincón insignificante que comparto con libros y desvaríos, en este lúgubre espacio de espaldas al mundo, he aprendido a esperar paciente y sin esperanzas el día en que la paz deje de venir en forma de suplementos mortíferos que saben a pólvora. No pienso escapar a ninguna parte. Escribiré mientras tanto como un eterno convicto, expiando mis errores mientras el mundo se desvanece entre muerte y miseria, ignorando que aunque pasen los días y una luz nueva llegue a inundarlo todo, existe un lugar donde siempre es de noche, un lugar donde estoy yo y del que nadie puede rescatarme.
Dashten Geriott
Autor de «Memorias inmarcesibles» (2015) y «El rostro del invierno», disponible para su venta aquí.