Sexta Fórmula

Desde el otro lado – relato de Marcos Reyes Fuentes

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(Comas – Lima Perú 1974) Licenciado en Ciencias de la Educación. Piura, Perú. Licenciado en Ciencias sociales y Educación. Dibujante Proyectista autodidacta. Primer puesto en el Concurso Nacional de Composición Literaria (1992). Marina de Guerra del Perú. Novela corta, “En busca de las sorpresas Marinas”. Mención Honrosa en concurso cuentos “Cuentos, mitos y Leyendas, Radio Cutivalú”. Piura. Fundador de la Agrupación Cultural “Juventud Milenio”. Algarrobos, Piura. Publico regularmente en el portal “Poemas del Alma”.

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Estaba ahí, en el tercer piso, parado ante esa puerta de madera vieja y tosca de un marrón poco amigable. Paralizado, dubitativo, indeciso. Era la entrada a esa pequeña habitación donde sólo él entraba; la orden era clara y el «no» palpitaba en mis sienes como una avecilla inquieta: no entrar ahí y no molestarle. Siempre tuve la intriga, cómo no tenerla ante tal prohibición.

El primer día que vi ese resplandor extraño, fue cuando me pidieron que llame a mi padre para almorzar. Aquella enorme puerta estaba medio abierta como ahora y desde esa vez no pude estar tranquilo, buscaba algún pretexto para subir y estar cerca, agudizaba el oído, pero no escuchaba nada. En el día había siempre diez minutos en los que me quedaba solo, diez minutos que se aceleraban en el reloj de pared de la vieja cocina. Subía corriendo, y al llegar agitado, me encontraba con la misma puerta de madera con su marrón añejo y tosco, y siempre cerrada como un muro gigante, imperturbable silencioso, impenetrable, frenando mi curiosidad inagotable; empujándome al único consuelo: la pequeña ventana; pero por más me ponía de puntillas y abría bien los ojos, no podía apreciar mucho; aun así, siempre subía esas escaleras, en esos diez minutos, aferrado a la esperanza de que pudiera encontrar algo distinto. Lo único que sabía, es que lo que hubiese ahí dentro, siempre le cambiaba el ánimo a mi padre.

Aquel resplandor se convirtió en el tema recurrente de mis fantasías, de mis sueños inquietos, y de mis pesadillas. Alguna vez escuché en las reuniones de la cocina que habían visto en las noticias que, de un resplandor así, salieron unos seres extraños. Yo siempre estuve prohibido de ver noticias, no eran para niños, me decían. En las noches, el tragaluz me daba un cielo cuadrado y limpio donde veía las estrellas, ¿acaso había caído una de ellas y él y la ocultaba en ese lugar de la casa, detrás del muro de madera vieja y tosca? ¿Acaso tenía encerrado un ser de extraño? Y si estaba ahí escondido, ¿cómo hacía para no hacer ruido, acaso no tenía hambre? ¿Por qué mi padre a veces entraba molesto por algo, pero salía alegre y relajado? ¿Eran buenos entonces aquellos seres? ¿Qué relación tenían con mi padre?

Antes de dormir, el foco de mi habitación me transportaba al tercer piso; era tan sólo mirarlo y luego cerrar los ojos para sentirme arrastrado hacia ese resplandor; veía salir seres horribles; entonces abría los ojos como un desesperado para descubrir que eran sólo las sombras de algo colgado en algún rincón de la habitación. «Ángel de la guarda, dulce compañía no me desampares angelito, ¡nunca, nunca, nunca!; protégeme, angelito, de ese resplandor, de noche y de día, angelito, nunca me abandones». Mamá apagaba la luz y con sus palabras me tranquilizaba, pero apenas cruzaba la puerta en su salida, se encendía nuevamente todo en mi imaginación.

Y ahora estaba frente a aquella puerta. Los «no» en mi mente martillaban. Ellos regresarían en tres horas, y tres horas eran mucho más que diez minutos. El reloj de la vieja cocina lo sabía, y por eso vi el minutero transcurrir con una inusual lentitud. No pude contenerme y subí corriendo apenas vi que se marcharon; eran casi las seis de la tarde, y los «no» en mis sienes también marcaban el ritmo de mi corazón. La puerta estaba abierta y yo frente a ella, me faltaba valor para entrar, era inmensa y tentadora y yo un enano temeroso. «Solo una ojeada. Vamos, ten el valor, tú puedes». Respiré profundo para calmar los «no» y eentré en la habitación. Me sentí tan pequeño, no pude reparar mucho tiempo en los detalles, inmediatamente el resplandor me atrajo; la fuente era cuadrada, tenía encerrado el cielo en alguna parte pues se veía con claridad; me acerqué más. Mi curiosidad superó mi miedo. Entré en contacto al extender mi mano con intención de sentirlo; a la velocidad de un rayo mi vista se pobló de visiones sorprendentes. Ante mí, extraños mundos desfilaban en segundos, las imágenes se sucedían una tras otra desbordando mi capacidad de separarlas, unas confundíanse con otras. Me asusté, nada las detenía. Retrocedí un paso con la intención de huir, pero no pude siquiera despegar la vista de su cuadratura que lo inundaba todo de una manera mágica. Quise evadirlo agachando la mirada, pero me perseguía, pude distinguir monedas, rostros, edificios, sonrisas, manos sin cuerpos, juguetes, mujeres desnudas, hombres preocupados, autos, montañas, duendes, caballos, aves, aviones. Su aterradora magia se develaba ante mí, a través de mil formas que luego se hacían una y ninguna, todo dentro de la cuadratura de su luz palpitante. ¿Las habría atrapado en algún tiempo? ¿Me atraparía a mi también? Quería salir corriendo, pero el cuerpo ya no me respondía. De pronto un grito desde afuera vino a calmar el torbellino «¡Ángel! ¿Dónde estás, hijo?». Miré el reloj en mi mano y me di cuenta de que también había sido atrapado en el tiempo; eran las nueve. Mi padre ya estaba a mi lado, nuestras miradas se encontraron, me tomó de la mano en silencio cómplice, se dirigió a la fuente del resplandor, a la causa central de lo que tenía atrapadas mis visiones y con un movimiento de su mano, le puso fin. Su mano firme tomó la mía y, mientras salíamos de aquel lugar, me dijo con cariño:

—Vamos, hijo, es hora de descansar. Mañana será un día muy especial.

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