Tenía siete lunares en la espalda, dos a los lados de los labios y uno bajo el cuello, allí a donde llegaba mi boca con la perfecta sincronía de un fuego que calienta lentamente y que luego consume. Tenía magia en las piernas, tenía temblores en el pecho, tenía galaxias en los ojos y gemas en la boca. Siempre he creído que detrás de una mujer hecha de estrellas hay un hombre que desea nunca estar cuerdo. «¿Me queda bien este vestido?», me preguntaba a veces. Nada le quedaba mal, así que yo sólo asentía, mientras delineaba con los ojos aquellas curvas marcadas a pincel. Por las noches nuestros cuerpos se declaraban la guerra. Era una guerra que nos duraba varias noches y en la que no existía la tregua innecesaria que pueden darse dos que ya se pertenecen. A veces, cuando la miraba fijamente, los ojos se me convertían en eclipses, y yo, que nunca quise ser poeta, de pronto quería convertirme en poema, precisamente en aquel que le nacía en los labios cuando se relamía y sonreía como quien ha aprendido a controlar los deseos del otro con sólo mover la boca. En las calles de la ciudad todas las mujeres se volvían feas cuando ella y yo planeábamos encontrarnos en la plaza. Yo sólo escribo lo que siento cuando la veo y si alguna vez escribo de las maravillas de su cuerpo es que quiero que el mundo sepa (y ella, sobre todo) que no sólo inspira ternura. También inspira eso que describo cuando, al apagar todas las luces, sólo puedo sentir el invierno en el que se convierte mi vida si al mirar a la izquierda del lecho ella no se encuentra durmiendo conmigo. Es cuando menos estoy cuerdo. Y es que sólo ella, con una constelación de lunares en el cuerpo, puede hacerme ver las estrellas desde la cama.
Dashten Geriott