Vivir bajo leyes que permutan con cada acontecimiento, sea ya grandilocuente o mundano, sin aparente ton ni son -dado que somos vastamente ignorantes y la gran mayoría poco capaces de grandes predicciones-, nos deja naturalmente irresolutos; a menos que se tengan graves predilecciones. El gusto por amar, entender, empatizar, es lo que necesitamos para salvar la vida, no porque se impida la muerte, sino por regenerar el gozo de siquiera observar y experimentar, de solo ser sin pensar, sintiendo la vida verdaderamente con las entrañas. Es decir, no es necesario pensar para existir, y sobre todo existir bien.
Aunque a la mente le guste saborear lo externo, lo complicado es complacerse a uno mismo, puesto que nos intoxicamos -espiritual, emocional y físicamente- desde que nacemos; o incluso antes, se nos intoxica desde el vientre. Nos acondicionamos a ver y seguir caminos preestablecidos, cuando el andar debiese reconocerse insondable, para así estar preparados a simplemente actuar con buena voluntad ante cualquier vicisitud, previendo sólo que es fatuo y fatigoso pretender controlar el porvenir.
Y es que en este mundo se padece, muchísimo; la especie humana sufre en demasía. Asimismo hay muchísimas personas intentando hacer de este un lugar mejor. Es fácil admirar a tanto prójimo… y cuando algo tan puro como el respeto surge ¿porqué hubiere de vanagloriarse al recibirlo?
El placer humano se comercializa, tanto como la salud, y esto sirve para ponderar el desequilibrado sistema de distribución de recursos… y consumimos esa ilusión de que la tristeza no paga tanto como la felicidad. Porque de eso se trata -de ser feliz-, ¿o no?.. afortunadamente la hipocresía, hija fiel del antropocentrismo, resquebraja esta ecuación, haciendo evidente la injusticia; y es que injusticia es igual a inconsciencia.
Pero la falta de conciencia no va de la mano con la maldad. Si es así, es debido a la maquinaria social entretejida a través de una obsoleta cosmovisión, la cual insensibiliza nuestras verdaderas capacidades. Es desalentador vivir en una sociedad de canibalismo espiritual, manifestado a través de juicios. Abusando del entorno en derredor suyo, el humano se destruye a sí mismo, porque somos parte de un todo.
Presenciamos todos juntos el vaivén del arrullo cósmico que nos da vida y nos lleva en trayectoria incognoscible e indómita por el infinito: eso es la voluntad. De Dios.
Nos queda salvar la existencia en la creencia, y la creencia en la eternidad. Creemos porque amamos, permanecemos porque nos quieren, y aunque nos extinguiésemos, eso no detendrá a la divinidad. Somos apenas una célula en un mar de consciencia que respira, que está vivo. El crecimiento del ser es tanto hacia arriba como hacia abajo, tanto hacia el cielo como hacia el átomo. La razón es un microverso y el espíritu el macroverso.
En la terrenalidad todo se encuentra en un estado de cambio perpetuo, de mutación: eso es el tiempo. Es imperioso aceptar que a cada momento estamos percibiendo el mundo con otros ojos, pues somos un perpetuo fluir de energía, de manifestación divina; por eso debemos agradecer siempre el cambio, el presente. La atención plena se adquiere a través del amor y el agradecimiento. Por tanto, entregarse por completo y dar la vida por los demás es sumamente posible; es decir, amar al prójimo como a sí mismo.
¿Pero si me amo, cómo me voy a sacrificar?.. Esta pregunta tan actual, proviene de un pensamiento antinatural. Porque el ser de buena voluntad encuentra la paz en esta vida, para así hacer el bien, y hacer de este mundo un lugar mejor.
Parece que estamos muy confundidos, el caos reina en el mundo humano y no podemos hacernos cargo ni de nosotros mismos. Quienes tienen hambre merecen pan, y quienes tenemos pan debiésemos merecer sed de bienestar, de comunión con el Espíritu. Pero el egoísmo ciega a las personas, porque consumimos esa ilusión de separación.
Del pensar en el Espíritu puede uno descansar indefinidamente, pero no escindirlo del vivir. Mi camino me da gusto porque por solo existir sigo adelante, y el que no haya un límite para el alma, no significa que no lo haya para esta crisálida física y tóxica, que se colma de basura, soberbia y avaricia, incertidumbre y desventuras; pero también de sentidos maravillados por abstracciones poéticas, gemas telúricas y culturales, corazones sensibles, amor.
¿Dónde entra el dolor si tan dichosa es la vida? En toda mente subyace un misterio fraterno que hay que desenmarañar para entender: el temor a Dios. Nos llena de conciencia porque es fraterno; es temor a fallarle, y por lo tanto fallarle al prójimo y a uno mismo.
Así que a pesar de la contaminación, nacemos puros porque nada en este mundo nos pertenece.
El amor puede ser misterioso, pero traza caminos muy claros, y su mística se disuelve al perder el miedo que no es fraterno; el miedo a perder, a perder lo terrenal, lo cual es un sinsentido, dado que nada terreno, nos pertenecerá jamás.
Sobre el autor

Nací en un pueblo de Veracruz húmedo y asolador. Emigré a la Atenas veracruzana a los cuatro años, donde aprendí a cultivar la pintura, la música y la literatura, enamorándome de dichas formas de manifestar el poder de creación del que gozamos como especie. Creo en el misticismo religioso y en la transmutación del dolor a través de la fe, ciega de preferencia. Soy hombre casado y de familia, siervo de Dios. El 90 % de mis amigos son caninos. Respirar y sentir que inhalo y exhalo junto con el mundo es mi idea de paz terrena. Practico —ya sea dormido o despierto— el jazz y el ensueño.