Sexta Fórmula

Callaghan 01: El collar | Juan Carlos Santillán

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El feroz puñetazo impacta contra la mandíbula de Mike “Hard” Callaghan. El detective privado escupe un poco de sangre y dice, encarando al criminal:

—¿Por qué tanta delicadeza, señorita, tiene miedo de lastimarse la manicure?

—¿Qué?

—¡Vamos, chico: algo mejor ha de tener un curtido exmarinero italiano como tú! ¡Haz que tu mujer y tus hijos se sientan orgullosos de ti!

—¿Cómo… cómo diablos sabe todo eso?

—El acento, la postura, el anillo, los tatuajes… Bruno y Bella, bonitos nombres. ¿Quieres que continúe con una explicación aburrida o mejor seguimos divirtiéndonos?

El criminal da media vuelta.

—¡Media hora “ablandándolo” —dice a su cómplice, señalando a Callaghan— y el maldito inglés se sigue burlando de nosotros! —saca un arma y apunta a la cabeza del detective—. ¡Yo digo que le demos un buen plomazo y olvidemos todo!

—¿Cómo sabes que es inglés? —pregunta el otro.

—¿Qué?

—Que cómo sabes que es inglés.

—¡Por el acento! ¿No oyes cómo habla?

—Claro, habla como británico.

—¡Exacto!

—Pero bien podría ser escocés o galés. O irlandés. A mí me suena irlandés.

—¿De qué diablos hablas, Sal? ¿Ahora quieres dártelas de sabihondo, como él?

—¡Idiota, no debemos decir nuestros nombres!

—¿Y qué rayos importa? ¡Este tipo estará frío en media hora!

—¡Pero no sabemos si lleva un micrófono!

—¿No lo revisaste?

—No, recién se me ocurre.

—¡Eres un imbécil!

—¡Pero no puede saber dónde estamos: lo trajimos esposado y encapuchado en el asiento de atrás!

Ambos voltean a ver a Callaghan. Éste sonríe. Sus ojos azules brillan bajo la luz de la bombilla que apunta directamente a su rostro magullado. Termina de quitarse las esposas con el alambre que cogió del asiento destartalado. Antes de que los criminales terminen de arrojarse sobre él, extrae un arma con una mano y les apunta. Los criminales se detienen. Se pasa la otra mano por la rubia cabellera alborotada, asentándola un poco. Se masajea el rostro mal afeitado. Del bolsillo de la chaqueta extrae un cigarrillo suelto y el encendedor.

—Ruido de tráfico pesado —empieza a explicar, mientras se coloca el cigarrillo en la boca y procede a encenderlo—: una autopista; el sonido del mar a nuestra derecha: nos dirigíamos hacia el norte; sirenas de barcos: pasamos el muelle; las olas rompiendo: el acantilado norte, pasando el muelle; el declive del auto indicaba que subíamos una pendiente: estamos en lo alto del risco; olor a medicina y moho, mezclados con el olor a mar: el único centro hospitalario abandonado en el sector norte, en pleno risco, sobre el mar: la Clínica de Salud Mental Ulysses T. Hopkins —Callaghan sonríe hacia un punto de las sombras ubicado tras los dos criminales, más allá del círculo de luz—. Y eso nos dice sin lugar a dudas, mis estimados Salvatore y Bruno, quién es su jefe.

Una figura masculina, baja y gruesa, sale de las sombras. Lleva puesto un costoso traje a la medida, cabellera grisácea engominada, asentada hacia atrás, y un fino bigotillo negro. Bajo las cejas espesas, los ojos oscuros de párpados pesados se entrecierran al quedar expuestos a la luz. Una sonrisa desdeñosa curva su rostro abotargado. Su voz es ronca, rasposa, un tanto asmática.

—Debo confesar que me sorprende, signore Callaghan. No esperaba que esa dura cabeza irlandesa suya fuese capaz de tales deducciones.

—¡Te dije que era irlandés!

—¡Cállate, idiota, el jefe está hablando!

—Pero, obviamente, no soy ningún doctor Hopkins. A decir verdad, ni siquiera terminé la primaria. No es algo que me avergüence, claro. Pero no soy el doctor Hopkins.

—Qué le puedo decir, don Vitelli: creo que las caricias de sus chicos me movieron un par de neuronas —Callaghan se desata los pies, sin dejar de apuntar a los criminales—. Lo que no acabo de entender es qué demonios hago acá. ¿Tendría la amabilidad de informármelo, si no es demasiada molestia? No, mejor: explíqueme que hacemos acá todos nosotros: usted, yo y dos de los tres chiflados.

Los matones de don Vitelli lanzan algunas injurias contra Callaghan, que se limita a sonreír.

—¡Tranquilos, muchachos! —contemporiza don Vitelli. Luego se dirige a Callaghan—: Sobre qué hacemos aquí, no hay mayor secreto: este lugar está abandonado, nos pareció apropiado para tratar nuestros negocios con usted.

—Ya. —Callaghan se acomoda en la silla, cruza las piernas y arroja un anillo de humo hacia el foco—. ¿Y cuáles son esos negocios que tienen conmigo? Porque yo no recuerdo haber llamado pidiendo tres porciones de pastrami.

Don Vitelli se muerde el labio inferior. Intenta una sonrisa, que no termina de salirle bien. Se lleva una mano al interior del saco.

—Verá, signore Callaghan…

—¡Las manos donde las vea, por favor! Me disculpará, don Vitelli, pero soy un poco nervioso y podría escapárseme un tiro si veo algo raro.

—Ma, é sólo un habano: un inocente e inofensivo habano. El mayor peligro con uno de éstos es ser asaltado con esos precios.

—Bien, pero sáquelo lentamente, o podría perforarle un pulmón. Y queremos que lo mate el tabaco, no el plomo.

Don Vitelli amplía su sonrisa. Extrae lentamente el habano, muerde un extremo, escupe y lo enciende con un aparatoso encendedor dorado. Arroja hacia arriba una gorda columna de humo.

—Usted, signore Callaghan, tiene algo que me pertenece.

—Pues no imagino qué puede ser. No acostumbro apropiarme de pertenencias ajenas, a menos que me gusten mucho. Y, a decir verdad, no soy muy aficionado al aceite de oliva. Porque ése es su negocio, ¿verdad, don Vitelli?

—Mis negocios son mis negocios, signore Callaghan. Y no son su problema. En vista de que no puedo confiar en la eficiencia de mis muchachos al registrarlo —Don Vitelli dirige una mirada inexpresiva a sus matones, que agachan la cabeza con un perceptible estremecimiento—, apelo a su cooperación y le pregunto: ¿tiene en su poder mi… pertenencia?

—Rayos, don Vitelli, no puedo decírselo. Tal vez sea algo que encontré en alguna parte o gané en una rifa. ¿De qué se trata?

Con un movimiento insospechadamente ágil para sus proporciones corporales, el capo lanza su habano encendido al rostro del detective, que lo aparta de un manotazo, lanzando al mismo tiempo un disparo a ciegas. El jefe mafioso aprovecha la confusión para coger el arma y apoyarla en el pecho del detective, sobre la corbata verde con dibujos de tréboles, mientras con la mano libre atenaza el cuello de Callaghan. El rostro del mafioso, antes fláccido, se vuelve tenso. Y los pesados párpados de sus ojos dan paso a dos esferas brillantes, de mirada asesina. La voz susurrante y cantarina se vuelve un ronco bramido:

—¡Déjate de payasadas, irlandés hijo de perra, y dime dónde diablos está el collar!

—¡No sé de qué me habla! —contesta Callaghan, con un hilo de voz.

—¡Del collar de medio millón de dólares que le volaron a mi mujer, y sobre el que tú pusiste tus miserables manos!

—¡Yo no lo tengo! ¡Lo tiene el viejo Snipes!

Don Vitelli afloja la presión. El asombro se ha dibujado en su rostro. Se queda quieto, en silencio, durante varios segundos.

—¿Snipes? ¿El Zurdo? ¿Y qué diablos…? —retrocede, sin dejar dejar de apuntar al pecho de Callaghan. Truena los dedos hacia atrás y aparece como por arte de magia una silla, en la que toma asiento frente al detective—. Pongamos las cosas en orden: el inútil de mi cuñado, el hermano de mi mujer, se metió en deudas de juego por culpa de alguna mujerzuela barata. Marina, sin decirme nada, vendió uno de los collares que le regalé, para salvarlo de la golpiza que se merecía. Uno no muy caro. Pero al parecer desde el comienzo todo era una trampa: alguien le tomó una foto entregando el dinero y la amenazó con chantajearla. Ella cedió y…

—Y la cosa se salió de control.

—Sí.

Callaghan se masajea la garganta. Su respiración vuelve a la normalidad.

—Tras ese costoso collar, el chantajista no se conformó y quiso más —especula Callaghan—. Estúpido sujeto. En ese momento, la señora Vitelli decide recurrir a los buenos oficios de su marido.

—Encontré al tipo. Mis muchachos lo “ablandaron” hasta que cantó como un jilguero. Pero ya no tenía en su poder el collar. Resulta que mi cuñado, tras un golpe de suerte, había conseguido el dinero y decidió rescatar la joya y devolverla a mi mujer. Pero la joya ya no estaba en poder del chantajista. Supe que alguien contrató a un detective para encontrarlo. Un detective inglés.

—Pero yo soy irlandés.

—¿Y? —pregunta don Vitelli, volteando a ver a sus hombres, que se encogen de hombros—. ¿No es lo mismo? ¿Los irlandeses no son ingleses?

Callaghan lo mira a los ojos, incrédulo.

—Eso sería como decir que todos sicilianos son de Cerdeña.

—¡Eh, más respeto!

—Bueno, es lo mismo —Callaghan vuelve a ser dueño de sí mismo. Cruza las piernas, extrae otro cigarrillo y el encendedor—. No soy el único detective británico en la ciudad. Está Edward Blake, por ejemplo: excelente tipo.

—Oh, il signore Blake! —exclama don Vitelli, agitando los brazos con una gran sonrisa. Sus hombres sonríen también—. ¡No, il signore Blake es un hombre de confianza! No digo que sea de los míos, en absoluto, pero él es más… —Su mano revolotea, buscando en las sombras la palabra exacta.

—¿Eficiente? —pregunta Callaghan, con una sonrisa, encendiendo el cigarrillo.

—Iba a decir: inteligente.

Callaghan levanta una ceja y mira a don Vitelli en silencio a través del humo. La llama permanece quieta un instante. Luego se apaga. Callaghan carraspea.

—Ya —dice—. Bueno, veamos si no soy tan bruto como se dice por ahí —arroja el humo, se acomoda la corbata—: su cuñado se enreda con una mujerzuela costosa, se arriesga en el juego y lo pierde todo. La hermana corre al rescate, desprendiéndose de las joyas. El tipo se siente mal y decide conseguir dinero de la única manera que conoce: apostando de nuevo. La suerte le sonríe esta vez y logra reunir el monto.

—Sí, eso mismo.

—¿Y de dónde sacó esta vez el dinero para apostar, si estaba quebrado?

Las espesas cejas de don Vitelli se juntan sobre su nariz. Se lleva dos gruesos dedos a los labios.

—No lo había pensado. Es una buena pregunta. ¿Cuál es su teoría?

—Déjeme adivinar: ¿se acerca alguna festividad importante para usted y su esposa?

—Eh… Sí. Viene a visitarnos mi hijo. —El rostro del don se ilumina, orgulloso—. Estudia en Yale, ¿sabe? Será un gran abogado —su expresión se agria—. No como el otro, un completo inútil.

—He oído hablar de ese otro: es harto conocido en las casas de juego. Y en las de empeño. Y me atrevo a adivinar que es el engreído de la madre, como suele ocurrir en estos casos.

—Sí, lo ha consentido desde niño. Lo echó a perder.

—Y con eso —dice Callaghan, con una sonrisa de autosuficiencia—, el círculo se cierra.

—Explíquese.

—Ésta es mi teoría: ese “otro” hijo, la oveja negra, se metió en problemas. Líos de dinero. La preocupada madre sobreprotectora corrió en su auxilio. Era un lío gordo. ¡No! Era un negocio, algo grande que, seguramente él aseguró que lo sacaría para siempre de sus apuros económicos. La madre confió en él y no dudó en deshacerse de su joya más valiosa para apoyarlo. Pero no contaba con la visita del hijo pródigo, para el cual habría una gran recepción. Así que necesitaba con urgencia la joya de vuelta, pues todos esperarían que la llevara puesta en tan importante evento. Para eso necesitaba el dinero, así que pidió al hijo el dinero de vuelta. Éste, como era de esperarse, ya había gastado una buena parte, lo que obligó a la madre a deshacerse de otras joyas menores, con el fin de reunir el monto. Pero al intentar recuperar la joya grande, se encontró con que ésta ya estaba en otras manos. Desesperada, no le quedó más que recurrir a usted y contarle toda esa historia.

Don Vitelli cavila.

—¿Y mi cuñado?

—Oh, él sólo se prestó a sacrificar su ya mala reputación para apoyar a la hermana en apuros.

—Mmm… —Don Vitelli juega con su bigotillo—. Sí, todo encaja. ¿Y el detective inglés?

—Eso no lo sé. Dudo que fuera Blake. Pudo ser cualquiera. La noticia de un collar de medio millón se extiende rápido. Sé que varios le seguían la pista. Ahora está en manos del Zurdo, que pagó una buena cantidad.

—¡Y todo por culpa de ese inútil hijo mío!

—No sea duro con él: sólo quería ser un exitoso hombre de negocios y demostrar a su padre que podía salir adelante por su cuenta.

—Supongo que fue así. Pero sólo me ha traído problemas.

—Por eso yo no tengo hijos, bendito sea Dios. —Callaghan, buen católico, se santigua con fervor.

Don Vitelli agacha la cabeza y se santigua a su vez.

—Amén —dice, poniéndose de pie—. Tendré que hacerle una visita al Zurdo. Le haré una oferta que no podrá rechazar.

—Ja. Oiga, don Vitelli, eso pasa sólo en las películas.

Don Vitelli extrae de su abrigo otra arma, mucho más grande que la de Callaghan.

—¿Y de dónde cree que lo sacaron las películas?

—Ya veo.

—En fin, iré a arreglar las cosas con el Zurdo.

—Oiga, jefe —dice uno de los matones—, ¿y qué hacemos con él?

—Ah, sí. —Don Vitelli da media vuelta, arroja a Callaghan su arma—. Arréglense entre ustedes. Gánense mi respeto.

Los tres hombres se miran. Don Vitelli se santigua una vez más, con actitud beatífica, y abandona el edificio en dirección a su auto. El chofer abre la puerta del vehículo. Se oye un forcejeo. Luego, cuatro disparos. El mafioso aguarda un momento.

—¡Mierda! —se oye desde el interior—. ¡Era una corbata nueva!

Don Vitelli sonríe. Sube al auto y parte. 

Autor: Juan Carlos Santillán

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