Yo no iba sola entonces. Iba llena de ti y de mí. Colmada, verdecida, me erguía como grávida montaña de tierra fértil donde la simiente se esponja y apresura para el brote. Era mi carne, tensa y ahuecada, nido cerrado que abrigaba el vuelo de un ala sin plumón y con grillete: casi cristal y casi sueño. Tierna. Iba llena de gracia por los días desde la anunciación hasta la rosa. Pero ellos no podían, ciego, brutos, respetar el portento. Rugieron. Embistieron encrespados. Lanzaron sobre mí y mi contenido un huracán de rayos y metralla. Del más bello horizonte, del más puro cielo de otoño vomitaron lluvia de ciegos mecanismos destructores que desataban sobre el cauce seco del callejero asfalto sorprendido los ríos de la sangre. (…) Noches de sueño incierto, triturado por la tremenda sinfonía del frente en erupción y los caballos del miedo galopando en explosivos. Y la sangre con hambre que se exprime hasta la última esencia para nutrir al hijo sazonándose. Y la desnuda soledad del cuerpo, desorientado, desgajado en vivo del cuerpo del amante. Aquellas noches del pavor sin luces, apelmazadas de odios y de ruinas, yo te esperaba. Me llegaste a veces. Del último bisel de la tragedia, del borde mismo de la hirviente sima venías hasta mí. Me contemplabas con unos ojos llenos de agua sucia donde asomaban rostros de cadáveres. Ojos que procuraban ser risueños y mansos al pasar por mi figura y acariciar con luces de esperanza la curva de mi vientre. ¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisa, con qué vibrar de nervios y raíces nos quisimos entonces! Yacíamos unidos, sin lujuria, absortos en el hondo tableteo de nuestros corazones. Escuchando de vez en vez el tímido latido del otro corazón encarcelado que ya, para nosotros, gorjeaba. Yo sonreía señalando el sitio en que un talón menudo percutía mis íntimas paredes en un ansia gozosa de correr por los senderos apenas presentidos. Y, en medio del olvido refrescante, en lo mejor del conseguido sueño, surgía denso, alucinante, bronco, el bélico zumbar de la escuadrilla. Bramando, sacudiendo, despeñándose, atropellándose los ecos iban las explosiones avanzando, cada vez más cercanas, hasta que, al fin, la muerte en torrentera, en avalancha loca, trascurría sobre nuestras cabezas sin refugio. Entonces tú, imperioso, dominante, con un impulso elemental de macho que guarda la nidada, con un gesto ardiente y violento como el acto de la amorosa posesión, cubrías mi cuerpo con tu cuerpo enteramente, haciendo de tus largos huesos duros, de tu apretada carne exacerbada, un ilusorio escudo indestructible para el hijo y la madre. Así, unidas las bocas, trasvasándonos el tembloroso aliento, diluidos en éxtasis de espanto y de delicia, las almas contraídas, esperábamos… No. Nunca nos quisimos como entonces.
Sobre la autora

Ángela Figuera fue una escritora española, representante de la denominada poesía desarraigada de la Primera Generación de Postguerra española.