De las memorias nunca acontecidas de un tal David Martín
1
Siempre he envidiado la capacidad de olvidar que tienen algunas personas para las cuales el pasado es como una muda de temporada o unos zapatos viejos a los que basta condenar al fondo de un armario para que sean incapaces de rehacer los pasos perdidos. Yo tuve la desgracia de recordarlo todo y de que todo, a su vez, me recordase a mí. Recuerdo una primera infancia de frío y soledad, de instantes muertos contemplando el gris de los días y aquel espejo negro que embrujaba la mirada de mi padre. Apenas conservo la memoria de amigo alguno. Puedo conjurar rostros de chiquillos del barrio de la Ribera con los que a veces jugaba o peleaba en la calle, pero ninguno que quisiera rescatar del país de la indiferencia. Ninguno excepto el de Blanca.
Blanca tenía un par de años más que yo. La conocí un día de abril frente al portal de mi casa cuando iba de la mano de una criada que había acudido a recoger unos libros en una pequeña librería de anticuario que quedaba frente al auditorio en obras. Quiso el destino que la librería no abriese aquel día hasta las doce del mediodía y que la doncella acudiese a las once y media, dejando una laguna de espera de treinta minutos en los que, sin sospecharlo yo, iba a quedar sellado mi destino. De haber sido por mí nunca me habría atrevido a cruzar una palabra con ella. Su atuendo, su olor y su ademán patricio de niña rica blindada de sedas y tules no dejaban duda alguna de que aquella criatura no pertenecía a mi mundo, y yo aún menos al suyo. Nos separaban apenas metros de calle y leguas de leyes invisibles. Me limité a contemplarla como se admiran los objetos consagrados en una vitrina o en el escaparate de uno de esos bazares cuyas puertas parecen abiertas, pero que uno sabe que nunca cruzará en la vida. A menudo he pensado que, de no ser por la firme disposición que tenía mi padre respecto a mi aseo personal, Blanca nunca hubiese reparado en mí. Mi padre era de la opinión de que había visto suficiente roña en la guerra como para llenar nueve vidas y, aunque éramos más pobres que un ratón de biblioteca, me había enseñado de muy pequeño a familiarizarme con el agua helada que brotaba, cuando quería, del grifo del lavadero y a aquellas pastillas de jabón que olían a lejía y arrancaban hasta los remordimientos. Fue así como, a sus ocho años recién cumplidos, un servidor, David Martín, aseado pelagatos y futuro aspirante a literato de tercera fila, consiguió reunir la entereza de espíritu para no desviar la mirada cuando aquella muñeca de buena familia posó sus ojos en mí y sonrió tímidamente. Mi padre siempre me había dicho que en la vida a la gente había que corresponderle con la misma moneda con que le pagaban a uno. Él se refería a bofetadas y demás desplantes, pero yo decidí seguir sus enseñanzas y corresponder a aquella sonrisa y, de propina, añadir un leve asentimiento. Fue ella la que se aproximó despacio y, mirándome de arriba abajo, me tendió la mano, un gesto que nunca nadie me había ofrecido, y me dijo:
—Me llamo Blanca.
Blanca tendía la mano como las señoritas de las comedias de salón, palma abajo y con la languidez de una damisela parisina. No caí en la cuenta de que lo adecuado era inclinarme y rozarla con los labios, y al rato Blanca retiró la mano y enarcó una ceja.
—Yo soy David.
—¿Eres siempre tan maleducado?
Andaba yo trabajando en una salida retórica con la que compensar mi condición de palurdo plebeyo con un alarde de ingenio y chispa que salvase mi perfil cuando la doncella se aproximó con aire de consternación y me miró como se mira a un perro rabioso que anda suelto por la calle. La doncella era una mujer joven de semblante severo y ojos negros y profundos que no me guardaban simpatía alguna. Tomó a Blanca del brazo y la retiró de mi alcance.
—¿Con quién habla usted, señorita Blanca? Ya sabe que a su padre no le guste que hable usted con extraños.
—No es un extraño, Antonia. Este es mi amigo David. Mi padre le conoce.
Me quedé petrificado mientras la doncella me observaba de reojo.
—¿David qué?
—David Martín, señora. Para servirla a usted.
—A Antonia no la sirve nadie, David. Es ella la que nos sirve a nosotros. ¿Verdad, Antonia?
Fue apenas un instante, un gesto que nadie hubiera advertido excepto yo, que la estaba mirando atentamente. Antonia lanzó una ojeada breve y oscura a Blanca, una mirada envenenada de odio que me heló la sangre, antes de encubrirla con una sonrisa resignada y de sacudir la cabeza quitándole importancia al asunto.
—Críos —masculló por lo bajo, retirándose de regreso a la librería, que ya estaba abriendo sus puertas.
Blanca hizo entonces ademán de sentarse en el peldaño del portal. Incluso un pardillo como yo sabía que aquel vestido no podía entrar en contacto con los materiales innobles y recubiertos de carbonilla con que estaba construido mi hogar. Me quité el chaquetón remendado de parches que llevaba y lo extendí en el suelo a modo de alfombrilla. Blanca se sentó sobre la mejor de mis prendas y suspiró, contemplando la calle y a las genes pasar. Antonia no nos quitaba el ojo de encima desde la puerta de la librería, y yo hacía como que no me daba cuenta.
—¿Vives aquí? —preguntó Blanca.
Señalé la finca contigua, asintiendo.
—¿Y tú?
Blanca me miró como si aquella fuese la pregunta más estúpida que hubiese oído en su corta vida.
—Claro que no.
—¿No te gusta el barrio?
—Huele mal, es oscuro, hace frío y la gente es fea y hace ruido.
Nunca se me había ocurrido resumir el que era mi mundo conocido de tal modo, pero no encontré argumentos sólidos con que contradecirla.
—¿Y por qué vienes aquí?
—Mi padre tiene una casa cerca del mercado del Born. Antonia me trae a visitarle casi todos los días.
—¿Y dónde vives tú?
—En Sarriá, con mi madre.
Incluso un infeliz como yo había oído hablar de aquel lugar, pero lo cierto es que nunca había estado allí. Lo imaginaba como una ciudadela de grandes caserones y avenidas de tilos, lujosos carruajes y frondosos jardines, un mundo poblado de gentes como aquella niña, pero más altos. Sin duda el suyo era un mundo perfumado, luminoso, de brisa fresca y ciudadanos bien parecidos y silenciosos.
—¿Y cómo es que tu padre vive aquí y no con vosotras?
Blanca se encogió de hombros, apartando la mirada. El tema parecía incomodarla y preferí no insistir.
—Es sólo durante una temporada —añadió—. Pronto volverá a casa.
—Claro —dije, sin saber muy bien de qué estábamos hablando, pero adoptando ese tono de conmiseración de quien ya nace derrotado y tiene la mano rota para recomendar resignación.
—La Ribera no está tan mal, ya lo verás. Te acostumbrarás.
—No me quiero acostumbrar. No me gusta este barrio, ni la casa que ha comprado mi padre. No tengo amigos aquí.
Tragué saliva.
—Yo puedo ser tu amigo, si quieres.
—¿Y quién eres tú?
—David Martín.
—Eso ya lo has dicho antes.
—Supongo que soy alguien que tampoco tiene amigos.
Blanca se volvió y me miró con una mezcla de curiosidad y reserva.
—No me gusta jugar al escondite ni a la pelota —advirtió.
—A mí tampoco.
Blanca sonrió y me volvió a tender la mano. Esta vez hice mi mejor esfuerzo por besarla.
—¿Te gustan los cuentos? —preguntó.
—Es lo que más me gusta en el mundo.
—Sé algunos que muy poca gente conoce —dijo—. Mi padre los escribe para mí.
—Yo también escribo cuentos. Bueno, me los invento y me los aprendo de memoria.
Blanca frunció el ceño.
—A ver. Cuéntame uno.
—¿Ahora?
Blanca asintió, desafiante.
—Espero que no sea de princesitas —amenazó—. Odio las princesitas.
—Bueno, sale una princesa… pero es muy mala.
Se le iluminó el rostro.
—¿Cómo de mala?
2
Aquella mañana Blanca se convirtió en mi primera lectora, mi primera audiencia. Le conté como mejor pude mi relato de princesas y brujos, de maleficios y besos envenenados en un universo de hechizos y palacios vivientes que reptaban por los páramos de un mundo de tinieblas como bestias infernales. Al término de la narración, cuando la heroína se hundía en las aguas heladas de un lago negro con una rosa maldita en las manos, Blanca fijó para siempre el rumbo de mi vida al derramar una lágrima y murmurar, emocionada y desprendida de aquel barniz de señorita de buena casa, que mi historia le había parecido preciosa. Habría dado la vida porque aquel instante no se hubiera desvanecido jamás. La sombra de Antonia extendiéndose a nuestros pies me devolvió a la prosaica realidad.
—Nos vamos ya, señorita Blanca, que a su padre no le gusta que lleguemos tarde a comer.
La doncella la arrebató de mi lado y se la llevó calle abajo, pero yo le sostuve la mirada hasta que su silueta se perdió y la vi saludarme con la mano. Recogí mi chaqueta y me la enfundé de nuevo, sintiendo el calor y el olor de Blanca sobre mí. Sonreí para mis adentros y, aunque sólo fuese por unos segundos, comprendí que por primera vez en mi vida era feliz y que, ahora que había probado el sabor de aquel veneno, mi existencia nunca volvería a ser igual.
Aquella noche mi padre, mientras cenábamos pan y sopa, me miró con severidad.
—Te veo diferente. ¿Ha pasado algo?
—No, padre.
Me acosté pronto, huyendo del humor turbio que traía mi padre. Me tendí a oscuras en el lecho pensando en Blanca, en las historias que deseaba inventar para ella, y me di cuenta de que no sabía dónde vivía ni cuándo, si acaso, iba a volver a verla.
Pasé los días siguientes buscando a Blanca. Tras el almuerzo, tan pronto mi padre caía dormido o cerraba la puerta de su dormitorio y se entregaba a su particular olvido, yo salía y me dirigía hacia la parte baja del barrio para recorrer los callejones estrechos y oscuros que rodeaban el paseo del Born con la esperanza de encontrarme a Blanca o a su siniestra doncella. Llegué a aprenderme de memoria cada recoveco y cada sombra de aquel laberinto de calles cuyos muros parecían converger unos contra otros para cerrarse en un entramado de túneles. Las viejas rutas de los gremios medievales trazaban una retícula de corredores que partían de la basílica de Santa María del Mar y se entrelazaban en un nudo de pasajes, arcos y curvas imposibles en los que la luz del sol apenas penetraba unos minutos al día. Gárgolas y relieves marcaban los cruces entre antiguos palacios en ruinas y edificios que crecían unos sobre otros como rocas en un acantilado de ventanas y torres. Al atardecer, exhausto, regresaba a casa justo cuando mi padre acababa de despertarse.
Al sexto día, cuando empezaba a creer que había soñado mi encuentro, enfilé la calle de los Mirallers hacia la puerta lateral de Santa María del Mar. Una neblina espesa había descendido sobre la ciudad y se arrastraba por las calles como un velo blanquecino. El pórtico de la iglesia estaba abierto. Fue allí donde vi, recortadas sobre la entrada al templo, la silueta de una mujer y una niña vestidas de blanco que, un segundo después, la niebla envolvió en su abrazo. Corrí hacia el lugar y entré en la basílica. La corriente de aire arrastraba la niebla al interior del edificio y un manto fantasmal de vapor flotaba sobre las filas de bancos de la nave central prendido de la lumbre de las velas. Reconocí a Antonia, la doncella, arrodillada en uno de los confesionarios con gesto de contrición y súplica. No me cabía duda de que la confesión de aquella arpía debía de tener el tono y consistencia del alquitrán. Blanca estaba esperando sentada en uno de los bancos con las piernas colgando y la mirada perdida en el altar. Me aproximé al extremo del banco y ella se giró. Al verme se le iluminó el rostro y sonrió, haciéndome olvidar de golpe los días interminables de miseria que había pasado intentando encontrarla. Me senté a su lado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Venía a misa —improvisé.
—No es hora de misa —rio.
No tenía ganas de mentirle y bajé la mirada. No hizo falta que le dijese nada.
—Yo también te he echado de menos —dijo—. Pensaba que te habrías olvidado de mí.
Negué. La atmósfera de nieblas y susurros me armó de valor y decidí soltarle una de aquellas declaraciones que había confeccionado para uno de mis cuentos de magia y heroísmo.
—Yo nunca me podría olvidar de ti —dije.
Eran palabras que hubieran resultado huecas y ridículas, menos en voz de un chaval de ocho años que tal vez no sabía lo que decía, pero lo sentía. Blanca me miró a los ojos con una rara tristeza que no pertenecía a la mirada de una niña, y me apretó la mano con fuerza.
—Prométeme que no te olvidarás nunca de mí.
La doncella, Antonia, aparentemente libre ya de pecado y lista para reincidir, nos contemplaba con inquina desde la entrada a la fila de bancos.
—¿Señorita Blanca?
Blanca no apartó la mirada de mí.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
Una vez más la doncella se llevó a mi única amiga. Las vi alejarse por el pasillo central de la basílica y desaparecer por la puerta posterior que daba al paseo del Born. Esta vez, sin embargo, una punta de malicia impregnó mi melancolía. Algo me decía que la doncella era mujer de conciencia frágil y que debía pasar por el confesionario a purgar sus faltas con asiduidad. Las campanas del templo señalaron las cuatro de la tarde y el germen de un plan empezó a formarse en mi mente.
A partir de aquel día, cada tarde a las cuatro menos cuarto me presentaba en la iglesia de Santa María del Mar y me sentaba en uno de los bancos próximos a los confesionarios. No habían pasado un par de días cuando las vi aparecer de nuevo. Esperé a que la doncella se arrodillase frente al confesionario y me aproximé hasta Blanca.
—Cada dos días, a las cuatro —me indicó con un susurro.
Sin perder un instante, la tomé de la mano y me la llevé de paseo por la basílica. Había preparado un cuento para ella que sucedía precisamente allí, entre las columnas y capillas del templo, con un duelo final entre un espíritu maléfico forjado de cenizas y sangre y un heroico caballero, que tenía lugar en la cripta que quedaba bajo el altar. Aquella sería la primera entrega de un serial de aventuras, de espantos y romances de alta precisión que inventé para Blanca con el título de Los Espectros de la Catedral y que en mi inmensa vanidad de autor novicio me parecían poco menos que canela fina. Terminé la primera entrega justo a tiempo para regresar al confesionario y encontrarnos con la doncella, que esta vez no me vio porque me escondí tras una columna. Durante un par de semanas Blanca y yo nos encontramos cada dos días allí. Compartíamos historias y sueños de críos mientras la doncella martirizaba al párroco con el prolijo recuento de sus pecados.
A finales de la segunda semana, el confesor, un sacerdote con aspecto de pugilista retirado, reparó en mi presencia y no tardó en atar cabos. Iba yo a escabullirme cuando me indicó que me acercase al confesionario. Su aire de boxeador me convenció y acaté la orden. Me arrodillé en el confesionario, temblando ante la evidencia de que mi ardid había sido desvelado.
—Ave María Purísima —musité a través de la rejilla.
—¿Me has visto cara de monja, sabandija?
—Usted perdone, padre. Es que no sé lo que se dice.
—¿No te lo han enseñado en la escuela?
—El maestro es ateo y dice que ustedes los curas son un instrumento del capital.
—Y él, ¿de quién es instrumento?
—No lo ha dicho. Creo que se tiene por agente libre.
El cura rio.
—¿Dónde has aprendido a hablar así? ¿En la escuela?
—Leyendo.
—¿Leyendo qué?
—Lo que puedo.
—¿Ya lees la palabra del Señor?
—¿El Señor escribe?
—Tú ve dándotelas de listillo y acabarás ardiendo en los infiernos.
Tragué saliva.
—¿Tengo que contarle ahora mis pecados —murmuré, angustiado.
—No hace falta. Los llevas estampados en la frente. ¿Qué es este lío que te llevas con la criada y la niña esa casi todos los días?
—¿Qué lío?
—Te recuerdo que esto es un confesionario y si le mientes a un cura, lo mismo al salir Nuestro Señor te fulmina con un rayo destructor —amenazó el confesor.
—¿Está seguro?
—Yo si fuera tú no me arriesgaría. Venga, largando.
—¿Por dónde empiezo?
—Sáltate los tocamientos y las palabrotas y dime qué es lo que haces todos los días en mi parroquia a las cuatro de la tarde.
La genuflexión, la penumbra y el olor a cera tienen algo que invitan a descargar la conciencia. Confesé hasta el primer estornudo. El cura escuchaba en silencio, carraspeando cada vez que me detenía. Al término de mi declaración, cuando supuse que iba a enviarme directo a los infiernos, oí que el cura se reía.
—¿No me va a poner una penitencia?
—¿Cómo te llamas, chaval?
—David Martín, señor.
—Es padre, no señor. Señor es tu padre, o el Altísimo, y yo no soy tu padre, soy un padre, en este caso el padre Sebastián.
—Perdone usted, padre Sebastián.
—Con «padre» va que se mata. Y el que perdona es el Señor. Yo sólo administro. Ahora, a lo que íbamos. Por hoy te dejo ir sin más que un aviso y un par de avemarías. Y como creo que el Señor, en su infinita sabiduría, ha elegido este camino insólito para conseguir que te acerques a la iglesia, te ofrezco un trato. Media hora antes de encontrarte con tu damisela, cada dos días, vienes y me ayudas a limpiar en la sacristía. A cambio yo tendré aquí a la doncella ocupada por lo menos una media hora para darte tiempo.
—¿Hará eso usted por mí, padre?
—Ego te absolvo in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Y ahora largo de aquí.
3
El padre Sebastián demostró ser un hombre de palabra. Yo acudía media hora antes y le ayudaba en la sacristía, porque el pobre estaba medio cojo y a duras penas se apañaba solo. Le gustaba escuchar mis historias, que según él eran pequeñas blasfemias de carácter venial, pero que le divertían, especialmente las de espectros y hechizos. Me pareció que era un hombre tan solitario como yo y que, al confesarle que Blanca era mi única amiga, se avino a ayudarme. Yo vivía para aquellos encuentros.
Blanca siempre aparecía pálida y risueña, vestida de color marfil. Siempre llevaba zapatos nuevos y collares con medallas de plata. Escuchaba los cuentos que inventaba para ella y me hablaba de su mundo y de la casa grande y oscura a la que su padre se había ido a vivir cerca de allí, un lugar que le daba miedo y que detestaba. A veces me hablaba de su madre, Alicia, con quien vivía en la antigua casa de la familia en Sarriá. Otras veces, casi llorando, se refería a su padre, a quien adoraba, pero que, decía, estaba enfermo y apenas salía ya de casa.
—Mi padre es escritor —contaba—. Como tú. Pero ya no me escribe cuentos, como antes. Ahora sólo escribe historias para un hombre que a veces le visita de noche en casa. Yo no lo he visto nunca, pero una vez que me quedé a dormir allí los oí hablar hasta muy tarde, encerrados en el estudio de mi padre. Ese hombre no es bueno. Me da miedo.
Cada tarde, cuando me despedía de ella, regresaba a mi casa soñando despierto con el momento en que iba a rescatarla de aquella existencia de ausencias, de aquel visitante nocturno que la asustaba, de aquella vida entre algodones que le robaba la luz cada día que pasaba. Cada tarde me decía que no iba a olvidarla y que, con sólo recordarla, podría salvarla.
Un día de noviembre que amaneció de azul y de escarcha sobre las ventanas salí como siempre a su encuentro, pero Blanca no acudió a nuestra cita. Por espacio de dos semanas esperé cada día en la basílica en vano a que mi amiga hiciese acto de presencia. La busqué en todas partes, y cuando mi padre me sorprendió llorando de noche le mentí y le dije que me dolían las muelas, aunque ningún diente podía jamás doler como aquella ausencia. El padre Sebastián, que empezaba a preocuparse de verme cada día esperando allí como un alma en pena, se sentó un día a mi lado y quiso consolarme.
—A lo mejor tendrías que olvidarte de tu amiga, David.
—No puedo. Le prometí que no me olvidaría nunca de ella.
Había pasado un mes desde su desaparición cuando me di cuenta de que empezaba a olvidarla. Había dejado de ir cada dos días a la iglesia, de inventar cuentos para ella, de sostener su imagen en la oscuridad cada noche cuando me dormía. Había empezado a olvidar el sonido de su voz, su olor y la luz de su rostro. Cuando comprendí que la estaba perdiendo, quise ir a ver al padre Sebastián para suplicarle que me perdonase, que me arrancase aquel dolor que me devoraba por dentro y me decía a la cara que había roto mi promesa y había sido incapaz de recordar a la única amiga que había tenido en la vida.
Vi a Blanca por última vez a principios de aquel mes de diciembre. Había bajado a la calle y estaba contemplando la lluvia desde el portal cuando la divisé. Caminaba sola bajo la lluvia, sus zapatos de charlo blanco y su vestido de marfil mancillados de agua encharcada. Corrí a su encuentro y vi que estaba llorando. Le pregunté qué había pasado y me abrazó. Blanca me dijo que su padre estaba muy enfermo y que ella se había escapado de casa. Le dije que no temiese nada, que nos escaparíamos juntos, que robaría el dinero si hacía falta para comprar dos billetes de tren y que huiríamos para siempre de la ciudad. Blanca me sonrió y me abrazó. Permanecimos así, abrazados en silencio bajo los andamios de las obras del Orfeón, hasta que un gran carruaje negro se abrió camino entre la neblina de la tormenta y se detuvo frente a nosotros. Una figura oscura se apeó del carruaje. Era Antonia, la doncella. Arrancó a Blanca de mi brazos y la introdujo en el interior del carruaje. Blanca gritó, y cuando quise asirla del brazo la doncella se volvió y me abofeteó con todas sus fuerzas. Caí de espalda sobre los adoquines, aturdido por el golpe. Cuando me incorporé, el carruaje se alejaba.
Perseguí al carruaje bajo la lluvia hasta las obras de abertura de la Vía Layetana. La nueva avenida era un largo valle de zanjas encharcadas que avanzaba destrozando la jungla de callejones y casas del barrio de la Ribera a machetazos de dinamita y grúas de derribos. El carruaje sorteó baches y charcos, ganando distancia. En mi intento de no perder su rastro me encaramé a una cresta de adoquines y tierra que bordeaba una zanja inundada por la lluvia. De repente sentí que el terreno cedía bajo mis pies y resbalé. Rodé zanja abajo hasta caer de bruces en el pozo de agua que se había formado abajo. Conseguí hacer pie y sacar la cabeza del líquido, que me cubría hasta la cintura. Me di cuenta entonces de que el agua estaba emponzoñada y cubierta de arañas negras que flotaban y caminaban sobre la superficie. Los insectos se abalanzaron sobre mí y cubrieron mis manos y mis brazos. Grité, agitando los brazos y escalando las paredes de barro de la zanja presa del pánico. Cuando conseguí salir fuera de la zanja inundada ya era tarde. El carruaje se perdía ciudad arriba y su silueta se desvanecía en el manto de la lluvia. Empapado hasta los huesos me arrastré de regreso a casa, donde mi padre seguía dormido y encerrado en su habitación. Me quité la ropa y me metí en la cama temblando de rabia y de frío. Vi que tenía la piel de las manos y los brazos cubierta de pequeños puntos rojos que sangraban. Picaduras. Las arañas de la zanja no habían perdido el tiempo. Sentí que el veneno me ardía en la sangre y que perdía el conocimiento, cayendo a un abismo de oscuridad entre la consciencia y el sueño.
Soñé que recorría las calles desiertas del barrio en busca de Blanca bajo la tormenta. La lluvia negra acribillaba las fachadas y el reluz de los relámpagos dejaba entrever siluetas a lo lejos. Un gran carruaje negro se arrastraba entre la niebla. Blanca viajaba en su interior, golpeando los cristales con los puños y gritando. Seguí sus gritos hasta una calle estrecha y tenebrosa, donde avisté que el carruaje deteniéndose frente a una gran casa oscura que se retorcía en un torreón que apuñalaba el cielo. Blanca descendía del carruaje y me miraba, alargando las manos hacia mí en gesto de súplica. Yo quería correr hacia ella, pero mis pasos apenas me permitían ganar unos metros de distancia. Era entonces cuando la gran silueta oscura aparecía a la puerta de la casa, un gran ángel con rostro de mármol que me miraba y sonreía como un lobo, desplegando sus alas negras sobre Blanca y envolviéndola en su abrazo. Yo gritaba, pero un silencio absoluto se había desplomado sobre la ciudad. En un instante infinito la lluvia quedó suspendida en el aire, un millón de lágrimas de cristal flotando en el vacío, y vi al ángel besarla en la frente, sus labios marcando su piel como hierro candente. Cuando la lluvia rozó el suelo, ambos habían desaparecido para siempre.