Sexta Fórmula

Alba | Ernesto Pérez Vallejo

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Ernesto Pérez Vallejo nació en 1979. Vive en un pueblo pequeño de Cádiz: Campamento-San Roque. Escribe desde muy pequeño para salir ileso. Canta mal y en la ducha, no sabe tocar ningún instrumento, ni hacer muñecos graciosos con plastilina. Le gusta el mar desde fuera y el amor desde muy dentro. Su superhéroe favorito es su padre, su color preferido, el azul daltónico. De mayor siempre quiso ser hombre y a veces cree que está a punto de conseguirlo. Sueña siempre pero solo lo recuerda si son sueños eróticos. Le gusta Bukowski, con él aprendió lo amplia que puede ser la literatura y lo fácil que es amarla lejos de los colegios. Odia las multitudes, el exceso de poder y de maquillaje, la música alta en los coches, cualquier guerra que no sea de almohadas, cualquier almohada que no sea compartida. Pero sobre todo, odia odiar. Ama la vida. Piensa que hay pocas cosas más crueles que la duda y también duda de eso. Si alguien le preguntara, hoy o mañana, qué es lo que más le sorprende del mundo, diría sin pensarlo dos veces: Que alguien se detenga a leerme. Así que, en su nombre, otra vez, gracias por la sorpresa.

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Se llama Alba, es rubia, está en el maletero y todavía respira. Sé que no son suficientes detalles, pero al menos puedes hacerte a la idea de que no viajo solo. Para llegar hasta aquí (y no me refiero a este maldito semáforo que ancla mi destino a un simple color), para llegar a este momento en el que Alba, en lugar de en el asiento del copiloto, le esté haciendo compañía a un paraguas y a un bote para limpiar el salpicadero, han pasado muchas cosas. No busco que me entendáis, pero a veces, para contemplar la verdad del paisaje, tienes que abrir la ventana; tampoco necesito comprensión. No hay nada peor para el alma que la comprensión. Que alguien esté de acuerdo con el camino que has tomado para tu vida lo único que quiere decir es que él hubiera hecho lo mismo que tú. Pero no seas gilipollas, no por ello es el correcto. Es más, cuanta más gente hay de acuerdo con una idea, más seguro estoy de su fracaso. A veces me recordáis a esa manada de ñus que avanzan siguiéndose unos a otros. Les da igual la profundidad del barranco, o lo grande que sean los cocodrilos. El segundo piensa que si el primero va por ese camino será por algo, el tercero piensa lo mismo del segundo y así sucesivamente. Ni siquiera dudan. Sois similares. Y digo sois, para desvincularme de vuestra especie porque yo decidí ser el abismo, ser el puto cocodrilo que afila sus dientes esperando el error. 

El error se llama Alba. Ha dejado de patalear hace un rato. Es por las pastillas, nunca ha sido dócil. Ella también era un abismo; ahora no, ahora puedo mirarla a los ojos y hacer pie en la orilla de sus párpados. No ha sido fácil porque yo la amaba y después de amarla comencé a odiarla. Incluso puedo afirmar que la he odiado sin salirme del amor y la he amado dentro del odio más profundo. El amor y el odio son dos lastres: el primero te hace vulnerable; el segundo, previsible. Son antónimos que sueñan con besarse en la boca. Cuanto más lejos estés de ellos, más cerca estarás de ti mismo. Con esto hay un puto problema que ocurre con demasiada frecuencia, y es que te halles a ti mismo y no te gustes. Que de golpe te des cuenta de que a tu yo le falte un pedazo y que, por ejemplo, se llame Alba y sea rubia y no deje de respirar. 

Espero que al menos no seáis tan estúpidos de creerse eso de que un clavo saca otro clavo. Ninguno —repito: ninguno— tiene el mismo tamaño. Si clavas en el mismo sitio sólo lo metes más dentro. Si escoges otro lugar sólo multiplicas la herida. El clavo que entra de verdad, ese agujero perfecto por donde si entra el aire es a suspiros, no sale jamás. Sólo el tiempo es capaz de conseguir que la piel no perciba su presencia, que acaricies la ausencia y se llame cicatriz. 

Alba tenía una preciosa (una cicatriz, me refiero) en la rodilla izquierda. No era de ningún clavo, se cayó patinando un domingo. Yo besé aquella herida hasta que dejó de dolerle y, cuando dejó de dolerle, me dolían a mí tanto los labios que tuvo que besarme hasta que dejaron de dolerme. Digamos, para que me entendáis, que no había dolor si había besos, así podéis imaginar cuánto he sufrido para estar en la situación de ahora mismo, cuánto dolor he soportado sin su boca. 

La llevo al mar. La idea es arrojarla desde el mirador donde, una vez, después de un abrazo, me dijo con rotundidad: 

—No me importaría morirme con estas vistas. 

Recuerdo que respondí: 

—A mí tampoco, mi amor. 

Lógicamente, ella miraba el horizonte y yo su rostro. 

Han sido casi dos años donde a la esperanza se la comió la incertidumbre y a la incertidumbre la nostalgia; donde la tristeza anidó en mi pecho y los pájaros, en lugar de volar, picoteaban su nombre. Pensaba que no sería capaz de acabar con ella, que una vez la tuviera delante, me vendría abajo; que todo mi plan se iría a la mierda en el mismo momento que dijera mi nombre; que volverían a dolerme los labios tanto, que ni siquiera le haría falta usar la palabra perdón. 

Pero no. La he mirado a los ojos, me he acercado suavemente, ni siquiera he dejado que haga un movimiento, jamás me he fiado mucho de su cintura; siempre he tenido la sospecha de que el demonio estaba de por medio cuando se movía sobre mí con aquellos círculos tan perfectos que jamás tocabas sus vértices. Siempre estabas en el centro de ella misma. Lo más cerca de salirte de aquella circunferencia se llamaba orgasmo. Con los orgasmos tenía un problema. El placer era máximo, pero una vez lo tenía, ella se levantaba de mí y su ausencia era inmensa. Nunca supe en realidad si el orgasmo como tal era tenerlo o no tenerlo. Si disfrutaba más buscando el camino de hallarlo, que una vez encontrado. En fin, como os decía: me he acercado a ella, como quien se cruza con un vecino en el ascensor y, de un golpe seco y certero de indiferencia, la he dejado inconsciente. Y aunque el desmayo era suyo, el descanso era mío. Luego la he metido en el maletero y aquí estoy, junto al mirador que nos vio eternos, esperando el atardecer para que lo único que brille en su caída sean mis ojos. 

Ya apenas le queda aire. 

Así que ya sabéis que sí existe el crimen perfecto. Y se llama olvido.

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