A ella habría que encontrarla detrás de sus sombras temblando, riendo, durmiendo en eternas promesas. Con un olor similar al de los poemas cuando nacen, con unas roturas de pecho tremendamente preciosas. A ella le decías “amor”, y reía como una primavera tierna, le decías “mi cielo” y sus mejillas se teñían de un intenso arrebol, le pedías la mano y te daba el mar en tempestad, le pedías un poco de su mirada y abría las ventanas de un cuento. A ella sólo le bastaba un beso en la frente, de horas ciertas, un abrazo que desempolvara sus colecciones de fantasmas, una palabra que fuese fruta para el cóctel de su boca, un amor que le hiciera cosquillas y alzara su fuego.
Jesús Gómez