El último adiós – Diana Glez y Heber Snc Nur

Él

Querida Diana:

Tengo que comenzar diciendo que hay cosas que nunca te dije. Llevo días planeando esta carta y, si tengo que confesar algo, es que no he podido reunir el valor suficiente para poner la primera letra. Pero hubieras visto cómo soy bueno quemando todos los pliegos que te he escrito. Creo que se me da mejor destruir que construir caminos, futuros. He visto cada palabra consumirse por las llamas, la tinta sucumbiendo a la oscuridad brillante de las brasas del hogar. Y pienso que he tardado en escribir esta carta porque realmente hay tanto que decir que no sé por dónde comenzar, así que, ahora, en esta oscuridad de la noche, cuando la ciudad duerme y se olvida del mundo, me permito escribirte todo lo que he estado callando en estos últimos meses.

Te he extrañado. Así, sin más, sin adornos ni ambages. Te he extrañado porque cuando una mujer como tú se ausenta no queda otra cosa que hacer. Es inevitable, vamos. He podido vivir sin dinero, sin hogar, sin futuro, pero cuando te conocí pude llegar a comprender que nunca iba a poder vivir sin ti. Llámalo como quieras. Hoy está de moda tanto el amor propio que a muchos se les olvida que son lo que son gracias a las personas que alguna vez tuvieron en sus vidas. Y tú me hiciste un mejor hombre, así que no me cuesta reconocer que no puedo olvidarte, que todavía miro la puerta en silencio, como si en cualquier momento fueras a llamar; que todavía acaricio tu lado de la cama, las sábanas que alguna vez fungieron de testigos de todas las noches en las que morí feliz en tu cuerpo, convencido de que tu piel era un refugio seguro, que tu boca siempre estaría ahí, besando, acariciando, gimiendo hasta eternizar las horas consumidas entre estas cuatro paredes. Esas noches ya no están, claro, pero eso no quiere decir que no existan, porque cada vez que pienso en ti rescato a ese Heber que fui contigo, y no sé si compadecerme de su ingenua voluntad de amarte a contracorriente, o envidiarlo porque en ese pasado tú continúas con él, y jamás te fuiste.

Lo peor es encontrarte en los libros, porque todos me recuerdan a ti, y es que tú no eres solamente una mujer hecha de carne y hueso, y eso lo sé porque mientras te tuve fuiste también poesía, fuiste metáforas, palabras infinitas, trasfondos interesantes, versos precisos y prosas exactas. Fuiste musa y artista. Por eso rehúyo a veces mi propia biblioteca, porque en cada rincón arde todavía tu recuerdo, y al abrir los libros siento que eres tú quien me habla entre las páginas. Hiciste tuyas todas las palabras, hiciste tuya la luz en polvo que cae por la ventana y que acaricia las portadas de los libros que desde los estantes me dedican miradas desafiantes. Hiciste tuyo ese lugar que alguna vez fue nuestro, que alguna vez fue mío.

Intento pensar, intento comprender, dar con el momento exacto en que todo se fue cuesta abajo. Quiero pensar que fue mi culpa, que algo tuve que haber hecho mal, aunque sólo fuera demostrarte que para irte de mi lado necesitabas las mismas razones que hicieron que te quedaras. Después de todo, no supe comprender muy bien tus silencios, y más de una vez tus miradas me resultaron un idioma que nunca pude aprenderme. Quiero pensar que no fui suficiente y que, como la mujer inteligente que siempre has sido, decidiste que tu destino estaba lejos de mis brazos, tal vez con alguien con menos miedos, tal vez con alguien con más certezas. Pero no puedo, Diana. Simplemente no puedo. Hay tantas voces gritándome verdades a medias que no puedo colegir nada en absoluto.

Así que paso los días indagando tu actual paradero. Transito las calles, siendo un anónimo entre la gente, contemplando los edificios a cuya sombra alguna vez nos detuvimos a besarnos, a reír como un par de adolescentes que nada le deben al mundo. Encuentro las plazas vacías. Vacías de ti, quiero decir. Vacías de ese nosotros que un día fuimos. Los cafés —albergues de almas solitarias— han perdido ese brillo que los caracterizaba. Los parques, las fuentes, todo se ha convertido en el remedo de mis memorias. Y supongo que soy el único que ve el mundo de esa forma, porque los demás todavía sonríen, y hablan del amor como si nadie les hubiese dejado un vacío en el alma.

¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Con quién? Son preguntas para las que no tengo respuesta. Pero en el fondo espero que estés bien, porque te quiero, y no quiero despojarme de las cosas buenas que dejaste. Espero que con quien estés sientas que te encuentras en el lugar correcto, que nada te hace falta, que por fin encontraste a alguien a quien no se le dificulta interpretar tus silencios, ni indagar en el lenguaje de tu mirada, ni extrañarse ante el encanto de tu risa. Quiero pensar que eres querida, aunque todos los días me repita que nadie va a quererte como yo. Que nadie sabrá que, por cada minuto que paso echándote de menos, hubo horas de caminatas a tu lado, hubo mil secretos compartidos, hubo canciones y poemas, películas y series que coronaron nuestros momentos más íntimos. Nadie sabrá que tu nombre mora en los renglones de todos los poemas que llegué a escribirte, que tus gestos y manías también quedaron grabados en versos, que fuiste eterna mientras te quedaste, mientras les permitiste a mis manos desnudarte, a mi boca provocar ese temblor que te recorría bajo la piel cada vez que te besaba. Y nadie podrá quitarme eso: la sensación —tal vez ingenua— de saber que, en tu historia, habrá siempre un lugar reservado a mi nombre. Por eso y más anhelo que esta carta llegue a tus manos, y que estas palabras puedan despertar a esa Diana que fuiste conmigo, porque sé que tampoco ha desaparecido del todo. En ese rincón de la memoria, donde habita todo lo que fue nuestro, todavía vivimos queriéndonos.

Escríbeme, aunque sea a escondidas, aunque sea por compasión, que me conformo con eso. Escríbeme, aunque sea para mentirme, que en medio del desierto incluso los espejismos resultan ser un consuelo. Yo esperaré paciente, como espera un náufrago un avión que lo rescate. Esperaré porque no creo en los reemplazos, ni en que el tiempo se encarga de llenar los espacios vacíos. Yo no sé querer de ese modo desechable para el que el olvido resulta la única salida. Yo te quiero y esperaré, aunque me muera con cada día que pasa, aunque tenga que acostumbrarme a convivir con tu ausencia, peleando con los recuerdos que todavía te nombran, escribiendo cartas que terminan en las llamas.

Tuyo siempre, Heber.

Ella

Heber:

Sé que existieron cosas que jamás supimos decir, que intentamos querernos de la manera más pulcra y libre, y la culpa de encerrarnos en la posibilidad de un futuro fue de los dos. Creo que sabías que un día iba a marcharme, que dejaría tu corazón desastrado, pero intenté quererte tanto, que terminé por quebrantar el mío y, cuando me vi sangrar, supe que no tenía otra opción más que dejarte.

Agradezco que me escribas, que después de todo este tiempo puedas decirme cuánto me extrañas, porque he de confesarte que también te he extrañado, y en ocasiones echo de menos mi propia risa —contigo—, porque cuando hablo de ti parece que todas las voces se hicieran mudas; y nos recuerdo riendo, haciendo de cualquier sitio un espacio habitable, a pesar de ser dos tristezas constantes, que siempre conversaban con melancolía cuando la risa se apagaba.

No te olvido. En ocasiones puedo verte en el último día que estuvimos en mi cama, sentados; yo, con el miedo fermentando en el pecho porque sabía que, al decirte las razones por las cuales esto tenía que acabar, vería tu cara apagarse y sentiría tu voz temblar. Y así fue. Verte compungido ante mi verdad, apagó cualquier luz que orbitaba en mis ojos.

Hay cosas que tampoco pude decirte: tuve que dejarte para encontrarme, porque mis caricias lastimaban tu piel, pues, en todo este proceso por quererme, también he llegado a comprender que, el haberte tenido en mi vida, me ayudó a recibir el amor que siempre merecí, pero que, en su momento, no pude recibir, al menos no del todo.

 Sí, tú también fallaste, tenías inseguridades, porque de todas mis palabras hacia ti, ocultabas mi veracidad para no asustar a tu miedo, y dormías cualquier anhelo en tu vida para quedarte a mi lado; te aferraste tanto a mi presencia que nos hiciste sangrar, y en ocasiones hay que aceptar que, para que el amor continúe, en algún momento tiene que terminar. Los dos tropezamos y quedamos boca abajo, respirando el suelo, haciendo con nuestros suspiros un alboroto de todas las palabras suspendidas hechas polvo, aquellas que jamás supimos decir. Nos ahogamos entre esas fracciones de partículas sin unir y olvidamos cómo soplarnos: no pudimos llegar ni siquiera a ser un deseo sin cumplirse.

Te guardo aquí en mi pecho, Heber, en los recuerdos que visito ya sin miedo, en los poemas que te escribí y que no has leído, incluso en aquella poesía entrecortada en la que no pude traducir el dolor que me ocasionó el dejarte ir. Esta carta es lo más parecido a un desahogo que por fin va a desbordar en ti, y espero que después de este adiós definitivo, mi alma no se encuentre en una sequía interminable, porque no sólo estoy llorando ahora, te lloré desde el primer viernes que dejaste de aparecer frente a mi puerta.

Siempre supe que me seguías conservando en los cafés y en la ciudad, donde nuestros pasos maridaron para encontrar cualquier nuevo lugar; tú también sigues permaneciendo en esos sitios, en las canciones y en mis bromas que sólo tú entendías.

Sé que no me miras con recelo, que una parte de ti —aun sin tú saberlo— se ha curado, que has podido andar sin mí, que a los que te rodean haces reír, que simplemente la incertidumbre te ha hecho una corrosión anímica donde crees extrañar a mi cuerpo. Sé que has ascendido de puesto en el trabajo y que has visitado nuevos lugares, así que, por favor, deja de cargar el fantasma que tienes de mí. Ya no somos, Heber, y lamento decírtelo de una forma tan cruda. Pero me gustaría recordarnos reales, como en todas esas tardes donde nos leímos poemas o en aquellas noches donde mirábamos el cielo y nos preguntábamos qué había más allá del universo. No rescates lo que fui contigo como si fueran sobras, recuérdame entera sabiéndome en tu pasado, no vivas tu actualidad en un pretérito que te aplaza avanzar. Mantennos como lo felices que fuimos, y aprende de todo lo bueno y malo que viviste conmigo.

Aunque he de confesar de la manera más egoísta que, a la mujer a la que le entregues tu amor, de alguna forma la envidiaría, pero mereces que te amen como yo nunca pude, no porque no fueras suficiente, no porque yo no fuera digna de tu amor, sino porque la vida nos cruzó en un momento equivocado, donde sólo restaba decir adiós.

Te quiero, y en mí siempre tendrás un lugar, el cual podré nombrar como algo virtuoso en mi vida. Perdóname por los daños, yo también perdono cualquier mal que pudiste haberme causado. No fuimos perfectos, pero lo intentamos.

PD: Si en algún momento volvemos a coincidir, salúdame como si todo hubiera pasado. Ten por seguro que nuestras risas nos harán converger en el presente que nos corresponde. Ya sanados, con las heridas hechas recuerdos olvidados, como unos individuos que ya han madurado.

Hasta siempre, Diana.

Sobre los autores

Diana Glez

Escritora e ingeniera bioquímica mexicana. Escribe desde que era niña y hoy publica sus producciones literarias en sus redes sociales. Acompaña sus publicaciones con fotografías tomadas por ella misma, compaginando de ese modo ambas expresiones artísticas. Su próximo libro «La Relatividad de Perder» se encuentra actualmente en proceso de edición por Sexta Fórmula.

Heber Snc Nur

Heber Isúi Sánchez Nunura, amante de la poesía y las historias escritas con magia, es autor de la serie Tormenta de Pensamientos, compuesta por tres antologías poéticas. Su libro «El Peso del Vacío», se encuentra actualmente en reedición. Del 2015 al 2020 firmó sus producciones como Dashten Geriott, y con ese seudónimo ha publicado «Memorias Inmarcesibles» y «El Rostro del Invierno», libros que, una vez fusionados, serán firmados con su actual seudónimo Heber Snc Nur. Ha publicado también «La Ciudad de los Recuerdos», una antología que contiene los que considera son sus mejores relatos y cartas, además de textos introspectivos en los que combina las personalidades propias de cada uno de sus seudónimos.

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